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Banalizar el perdón
El único personaje del mundo etarra que pidió perdón por sus crímenes es un monje que profesa en un convento en Iparralde. Espantado de sus actos, no tuvo que hablar con nadie ni explicar nada para aliviar su contrición en una regla monástica. Decía Churchill que las condecoraciones nunca se piden, nunca se rechazan y nunca se exhiben. El perdón, que habita los esquinazos más recónditos de la conciencia humana, debería seguir el mismo protocolo. Mi casa de Buenos Aires está en el barrio del Abasto, donde nació Carlos Gardel, tomado por sinagogas y judíos ultraortodoxos, con sus sombreros, barbas, trencitas y ropones negros. Conversaba con mis vecinos sobre lo suyo por antonomasia, la Soah, y me explicaron que no esperaban ninguna satisfacción de los nazis ni nada tenían que perdonar quienes fueren limpios de corazón. Con el universo etarra nos hemos equivocado teológicamente exigiéndoles una petición de perdón a sus víctimas. El perdón se siente, no se solicita (gran escenario para farsantes e hipócritas) y el victimado está obligado a perdonar a su vez al ofensor. Tanta búsqueda del perdón universal conduce al último aquelarre del abertzalismo que, juntacadáveres, engloba a los asesinos, a los asesinados y hasta a las víctimas de eso que llamamos impropiamente «violencia de género». A este coro de cantamañanas sólo les ha faltado piar contra el maltrato animal y los perros abandonados. Todo es violencia, sí, especialmente algunos textos del radical-nacionalismo. Si en 30 años no hemos necesitado que nos perdonen la vida, no vamos ahora a agradecerles unas palabras de arrepentimiento sólo necesarias para ellos mismos y su lavatorio de sangre ajena. Ni los reinsertados como Soares Gamboa admiten estar arrepentidos. Para los encarcelados pedir perdón es la forma que tiene la llave de la celda.
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