Crítica de libros
Morse de sangre por José Luis Alvite
Cada vez que la señora con principios tenía un desliz sexual con el muchacho brioso de las caballerizas, le faltaba luego tiempo para correr sin aliento al baño y lavarse un buen rato antes de disipar con perfume los restos de cebada y lascivia que pudiesen quedar en su piel. Entre la gente de provecho las abluciones han sido siempre un recurso de primer orden para reponer el equilibrio moral quebrantado por la lujuria, esa untuosa fabada del sexo. Las sales de baño y el jabón de tocador hicieron más por la conciencia femenina burguesa que la confesión de sus flaquezas y la correspondiente penitencia, seguramente porque en el fondo aquellas mujeres tan pudorosas temían que, más que por haber indagado en sus almas, Dios supiese de sus tentaciones por haber husmeado en la piel de su vientre la saliva almendrada del muchacho de los establos, aquel tipo tan rudo, y tan masculino, que en un momento de fisiológico delirio, de espaldas contra la borra marrón del suelo, le hizo sentir en las sienes, como un morse de sangre, las indiscriminadas coces plurales de las patas ciegas y obscenas de los caballos. ¡Qué indecorosa flaqueza y qué sórdido placer! Yo he comprendido siempre a la señora de principios que claudica y se hace la encontradiza con el tipo varonil y procaz que repasa en las cocheras el «Bentley» del señor y la mira de lejos mientras ella lucha contra las restricciones de su moral maquinando alguna osada obscenidad al otro lado de los visillos, sumida en la tentación alegórica de sentir cómo presionan en su cuerpo las manos del mecánico y fruncen su lencería los pistones del coche. Al final es posible que la señora ceda a sus principios y se frene. Y entonces tal vez maldiga la oportunidad perdida de desovar en el agua de la bañera las manchas de la cochera y el mioma que se le habría desprendido con el lúbrico estribillo del placer.
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