Extremadura

A Íñigo

La Razón
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La muerte de Íñigo Oriol me ha llenado de tristeza. Además de pariente, era un amigo en el sentido estricto de la palabra. Le gustaban los kilovatios más que a un tonto una tiza, y también la historia, la política y la conversación. Era un enamorado de la naturaleza, y cuidaba como nadie sus dehesas de alcornoques en Extremadura, animadas de venados y cochinos, y sobrevoladas por la majestuosa grandeza del águila imperial. Años atrás, no era extraño descubrir entre los neveros de los Picos de Europa, asomada a precipicios estremecedores y compitiendo con los rebecos, la figura grande de Íñigo, que dominaba como nadie la red de carriles imposibles entre las grandes peñas. Porque andar, lo que se dice andar, lo hacía con mucha medida, pero era capaz de llegar en un «todoterreno» al Naranjo de Bulnes. Una mañana advirtió la presencia de grupos de senderistas que abandonaban sus basuras y desperdicios paelleros en los caminos de los Picos y se despidió de éstos para siempre. Le encantaban los coches y conducía a una leche vertiginosa. He pasado mis mejores momentos con Íñigo en el mismo lugar que lo hice con su suegro, Pedro de Ybarra, su suegra, Adela Güell, su mujer, Victoria Ybarra, y sus hijos, Adela, Olimpia e Íñigo. En la Rabia, nuestro paraíso compartido.

Hijo de un empresario genial, José María Oriol Urquijo, se adelantó a los tiempos y creó Iberdrola, un monstruo de la energía de la que fue Presidente durante décadas. Mantuvo su sede social en Bilbao, porque Íñigo, que era más español que la pintura de Romero de Torres, era un vasco arraigado y leal a la tierra de sus mayores. Volvía de Bilbao y me soltó una agradable novedad. Por motivos empresariales, Arzallus lo recibió en su despacho con un «ABC» en la mano –no había nacido todavía LA RAZÓN–, abierto por la página de mi artículo. «A ver si le dices a tu amigo Alfonso Ussía que deje de tocarme los cataplines».
Me hizo mucha ilusión saber que le tocaba los cataplines a Arzallus. Redoblé los toques a partir de aquel momento.

En su vida familiar era un hombre ejemplar. Como hijo, como hermano, como marido, como padre y como abuelo. Los Oriol conforman una piña indestructible y enraizada con el paso del tiempo en la naturalidad familiar. Cristiano profundo, no pudo disfrutar de su último esfuerzo, que fue la JMJ del pasado agosto, y que siguió desde el hospital, donde pasó su largo y sufriente desmoronamiento. Hablaba por los codos, y acoplaba las anécdotas y vivencias a la necesidad del momento. Fue leal a todo lo que le enseñaron que tenía que serlo. Y se gastaba un sentido del humor entre sutil y llano que le ayudaba a sobrellevar sus preocupaciones. Como era educadísimo, yo le encajaba todos los pelmazos, le dejaba solo con ellos y celebrábamos al día siguiente mi brillante estrategia. Le divertían las bromas y los imprevistos.

A su aspecto físico, noble, grande y con el pelo prematuramente blanco, unía su voz de Oriol, que es voz barítona e imperativa. Aficionado a los toros, vasco-sevillano afincado en Madrid, de mirada larga, aguda y bondadosa, Íñigo, el amigo que se acaba de marchar, no sólo fue un excepcional empresario y un español enamorado y tenaz. Fue un hombre bueno, eso tan raro. Suaves y sonrientes vientos, Íñigo, amigo de tantos.