Debate Estado Nación
Abucheos y aplausos por Cristina López Schlichting
El otro día en Ávila, en el magno acto académico organizado por LA RAZÓN, el encuentro entre Zapatero y Cañizares comenzó con un abucheo y terminó en un aplauso. No entendí ni una cosa ni la otra. Que se boicotee la conversación entre dos personas –sean sus ideas las que sean– es bochornoso, y que, hora y media después, el mismo auditorio sustituya los pitos por palmas me resulta imposible de comprender. Sobre todo si en medio no ha ocurrido nada excepcional. El cardenal mantuvo un tradicional discurso católico y el ex presidente su conocido punto de vista «ilustrado». Al menos quedó constancia de que dos españoles con pareceres opuestos pueden hablar sin acabar trazando una pintura negra de Goya, que siempre es buena noticia. Gran parte del mérito se debió en este caso al gran Paco Marhuenda. Por aportar algo nuevo a los muy interesantes análisis que se han hecho, me gustaría dejar constancia de las ideas expuestas por Rodríguez Zapatero, a saber: el progreso continuo de la humanidad; cierto buenismo, la fe en la felicidad futura del mundo y el relativismo cultural. Sobre ninguna de ellas se polemizó. Cuando don Antonio Cañizares señaló que bajo la crisis económica subyacía una crisis de valores, el ex presidente lo negó explicando que, desde 1870, cada crisis periódica suscita aparentes «crisis de valores» que luego se superan. En opinión de Zapatero nada debe ofuscar la brillante certeza de que la humanidad prospera imparablemente. Creo que ni Manos Unidas ni UNICEF estarían de acuerdo con nuestro prócer, pero cuando Cañizares le recordó los problemas de las familias, el paro o la terrible situación de África, don José Luis le recomendó optimismo. Rodríguez Zapatero reduce al siglo XVIII la parte interesante de la Historia. Para él, la democracia empieza con la Ilustración. La Grecia clásica o la Edad Media no le interesan en absoluto e insiste en el Iluminismo como si lo peor de nuestra Historia no hubiese tenido lugar a resultas de las ideas de Hegel y Fichte, con el nazismo, el gulag o las dos guerras mundiales. Por un momento pareció abrirse un punto de encuentro entre los dos ponentes cuando el cardenal citó a Joseph Ratzinger y propuso a los fundadores cristianos de la UE frente a la arrogancia pagana de los totalitarismos. En ese instante, Zapatero reivindicó los derechos humanos, que sin duda son lo mejor de la Revolución Francesa. Pero, inmediatamente después, cuando Cañizares soltó una carga de profundidad al afirmar que «el diálogo es importante porque constituye una búsqueda de la verdad», Zapatero despejó todo espejismo de entendimiento al proponer justamente lo contrario y plantear el diálogo como el intercambio amable entre posturas contradictorias. Lo resumió, eso sí, con una frase muy de su estilo, que esta vez no iba de nubes ni de vientos pero sí de senderos: «El diálogo es oír y escuchar, es hablar: el diálogo es la puerta que abre todos los caminos». Ahí estaba mi Zapatero. En ese momento lo reconocí.
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