Artistas
«Pasé miedo ante el acoso al que me sometió»
María, 49 años. estuvo 10 años con un adicto al amor
«Yo sufrí a un adicto al amor. Estaba divorciada y conocía a un amigo de mi hermano, aunque al principio tuvimos una relación amistosa. Tenía nueve años menos que yo. Es una persona que no te deja respirar. Estaba 24 horas pendiente de mí, controlando dónde estaba, con quién estaba. Me esperaba en la puerta de mi casa. Recibía 20 llamadas suyas cada día y eso que nos veíamos a diario. Gracias a Dios nunca llegamos a vivir juntos. Me quería de una forma enfermiza. A veces perdía los papeles por tonterías y se iba dando un portazo, pero no llegaba ni al portal y ya me estaba llamando para pedir perdón. Lo extraño es que le dejé muchas veces, pero luego volvía con él. No era malo, pero era imposible vivir así.
En otra ocasión me pidió que le diera un beso en una terraza, como no se lo di, rompió su reloj en un arrebato de ira. Hacía todo lo que yo quería, era la persona más atenta que había conocido, pero llegué a tener miedo de que me hiciera algo. Venía a verme cada día y siempre quería que estuviéramos solos. Traía siempre un regalo o un detalle, pero era muy obsesivo.
En nueve años que mantuvimos de relación, sólo dos o tres veces quedamos con amigos suyos. Me dijeron un cumplido, algo así como «qué guapa estás» y este hombre se ponía enfermo. Otras veces me llamaba y estaba cenando con un amigo o amiga en un restaurante y me llamaba 40 veces en dos horas. Decía que oía bajarse una cremallera, que le engañaba. Eso no lo hice nunca.
El caso es que con su actitud te va aislando de tu mundo. A mí me salvó el hecho de que tenía muchos amigos. Cuando ya no podía más me fui de viaje con una amiga y no le dije nada para que no se presentara en el aeropuerto y montase una escena. A mi regreso él había desaparecido, nunca volvió a llamar ni enviar mensajes de texto. Quizá encontró a otra persona, no sé, pero me alegro de no haber vuelto a verle y retomar una vida normal».
«Cuanta menos atención me prestaba, más le quería»
Carmen, 51 años
«Me ha ocurrido desde joven. Lo pasaba muy mal, todas las relaciones eran tormentosas y acarreaban mucho sufrimiento. Sin embargo, resultaba imposible ponerle fin, a pesar de que la pareja de turno no me hacía bien. Tengo muy pocos recuerdos felices de esas relaciones. Todo tenía que ver con los celos, con la necesidad de afecto constante. Te quedas en una relación en cualquier condición, aunque te haga daño, sólo por la necesidad de afecto que tienes, aunque haya desprecio, mal trato verbal… Tragas con todo. –Cuando por fin salía de una relación, me metía en otra de las mismas características. Cuanta menos atención me prestaban, más quería a la persona. Sólo con el tiempo, y gracias a la ayuda de las doctoras, he conseguido tomar decisiones cada vez más libres.
La familia y los amigos ven que esa relación no te conviene y te lo hacen saber, pero no atiendes a razones y buscas una justificación. Necesitaba mucha atención, tenía una gran necesidad de afecto y ésa era la causa para estar con esa persona. Al final te responsabilizas e todo lo malo, cargas con las culpas de todo con tal de permanecer juntos y que la relación no acabe. Según los psicólogos, todo esto tiene que ver con la infancia, con la entrega de afecto de los padres, y los míos no eran muy cariñosos».
«Su ausencia me bajaba al peor de los infiernos»
Juulia, 35 años
«Siempre pensé que mi único problema con los hombres radicaba en «la mala suerte», siempre ponía el ojo en el lugar equivocado. Todos los hombres con los que me involucré –desde mi adolescencia– estaban «no disponibles», por los más diversos motivos: casado, novios con otra, vivían en otro país… También salí con mujeriegos, hombres emocionalmente inestables, vividores o fóbicos al compromiso. Todos tenían algo en común: no querían una relación, o bien no querían una relación conmigo. Y yo me esforzaba hasta desfallecer, tratando de revertir ese pronóstico. Estos hombres cumplieron conmigo la misma función que cumple una droga: su proximidad me elevaba a picos de euforia indescriptibles, y su ausencia –física o emocional– me bajaba al peor de los infiernos. Cualquier señal de acercamiento me generaba picos de adrenalina, en tanto un mínimo signo de rechazo –o lo que yo interpretaba como rechazo– me arrastraba al pozo depresivo. Si pasaban diez minutos de la hora en que tenían que llamarme me entraba el pánico. He llegado a tener palpitaciones, sudores fríos y dolor de estómago cuando los minutos del reloj pasaban y la llamada no se producía. Y cuando al final llamaban entraba en un estado eufórico que me impedía dormir imaginando el encuentro, o repasando mentalmente las cosas que me había dicho y qué significaban. He esperado tardes enteras al lado del teléfono peinada y arreglada para salir corriendo si el «casado» tenía un «tiempito» para mí.
He cruzado la calle con el semáforo en rojo, caminando sin ver, porque iba «elucubrando» sobre la relación del momento, intentando entender si me convenía dejar la relación o seguir luchando un poquito más. Mientras, un autobús me pasaba a centímetros. Soy inteligente, exitosa en mi profesión, no soy tonta, ni crédula, pero tengo una enfermedad que nubla mi entendimiento, igual que un alcohólico o un drogadicto».
«Me moría ante la idea de quedarme sola»
Marisol, 51 años
«En mi vida siempre tuve una actitud un poco obsesiva con el cariño. Mi marido no era de los que muestran demasiado afecto, pero no me importaba, me sentía feliz con muy poco. Sufría de falta de cariño y de amor propio. Él no me quería, pero yo tenía una actitud muy positiva. Pocas veces salía conmigo y cuando íbamos a una fiesta o a casa de unos amigos se olvidaba de mí en cuanto entrábamos por la puerta. Me menospreciaba y notaba cómo los demás sentían lástima por mí. Pero lo peor fue cuando, tras veinte años de matrimonio, descubrí que me engañaba con otra mujer desde hacía tiempo.
Me hundí totalmente. Le seguía, iba por la calle y pensé que miraba a todas las mujeres. Me obsesioné. Él me dijo cosas muy duras, como que se había casado conmigo sólo porque se lo prometió a su madre en su lecho de muerte. Pero de todas formas, en toda nuestra vida yo no era capaz de rebatirle cuando discutíamos. Me doblegaba siempre porque tenía miedo de perderle. Me moría, tiritaba incluso, ante la idea de poder quedarme sola. Era la esposa abnegada que se esforzaba por tener la casa impecable, toda su ropa lista, la comida. También es cierto que ése era el modelo que tenía de mi madre, totalmente dedicada a mi padre y al cuidado de la casa. Mi padre era muy estricto y mi personalidad se caracterizaba por una autoestima baja. Con todo, mi marido es el padre de mis hijos y seguimos juntos. Creo que me lo estoy ganando».
«Agobio a la gente con mi cariño»
Pilar, 55 años
«Desde siempre he sufrido mucho en mis relaciones, cuanto más le quería y más me gustaba, más sufría yo. Siempre intento que los demás me quieran del mismo modo que lo hago yo.
Mis 37 años de matrimonio han sido un calvario. En un momento dado conocí a una persona y estuve dos años con él, engañando a mi marido, y luego lo dejamos. Lo curioso es que 20 años después volvió a aparecer en mi vida y hasta hoy. Mi marido lo tiene casi todo, es generoso, inteligente, pero en la cama es un desastre.
Por eso me «enganché» a esa otra persona. Aunque acabara de estar con él, siempre andaba pendiente del teléfono. Sólo la idea de no verlo te causa un sufrimiento tremendo. Tomaba muchas pastillas, era una agonía constante. Y lo peor es que luego te sientes fatal en ese papel de acosadora. Pensaba que estaba loca porque agobio a la gente con mi cariño.
Además, me volcaba con ese hombre, le daba dinero, regalos, pero cuando se quiere a alguien no es necesario tener que dar nada material. Yo, además, lo analizaba todo, qué decía, cómo lo decía, si me había mentido, si le voy a contestar esto o lo otro. Le llamaba tres o cuatro veces al día y le enviaba otros tantos sms. No vives. Sufrí terribles crisis de ansiedad, Incluso llegué a pensar que me había dado una angina de pecho.
Mientras que mi marido me daba el cariño con cuentagotas, pues no le interesaban las caricias o el afecto, yo era feliz con ese hombre, me sentía mujer. Pero no disfrutaba con nada, ni la lectura, ni el cine, ni la televisión. Siempre estaba pensando en él, siempre en mi cabeza. Aunque tuviera a un hijo ingresado en el hospital, siempre estaba pensando en él. Te sientes culpable por eso. Tampoco puedes controlar la vida de los demás, la gente tiene que volar y no puedes obligarlos a quererte».
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