La Habana

Pakistán

La Razón
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Igual que los basureros, las prostitutas, los últimos bares, las farmacias, los sepultureros y los coches-policía mantienen abierta la madrugada, las catástrofes y la ambición humana amanecen iluminando los nuevos e inmarchitables periódicos del día. Combustible inagotable. La realidad siempre trabaja, se pone burra y es vengativa, aunque a veces tenga la extraña delicadeza de hacerlo con la luz apagada. O quizá sea que nosotros, la raza, cumplamos, en versión mandamiento, el proverbio inmortal de Antonio Machado: «Ojos que a la luz se abrieron un día para, después, ciegos tornar a la tierra, hartos de mirar sin ver». Digamos, Pakistán.

En esencia, este oficio de contar es tomar una porción del trayecto que va de la vida a la muerte en el planeta y echarla a la plancha de la rotativa o hacerla volar entre águilas, palomos cojos, gorriones moribundos y ondas. Una ruleta y un oficio rodeado por la sobreactuación. Al menos desde que William Randolph Hearst, magnate del «New York Journal», recibió de su corresponsal de La Habana el famoso telegrama: «Todo está en calma. No hay problemas. No habrá guerra. Deseo regresar» y él le respondió amablemente: «Permanezca allí. Yo pondré la guerra». Una noche tras otra, vamos enhebrando tinta virtual, sangre, vísceras, niños de ojos devastados, jácaras y cantares de ciegos con triunfos deportivos, operaciones de estética, top- less de garrafa, pipones de bodegón y una lista de los culos que hubiera podido esculpir Miguel Ángel al servicio de los Medicis cuando Florencia era un microcosmos del mundo de hoy: brutalidad, belleza, generosidad y vileza mal distribuidos. También enhebramos buenas intenciones, con servicios mercenarios, obras pretendidamente pías y soldadas no recogidas en los convenios colectivos.

Decía que la realidad se pone burra y según se nos vienen y se nos van los años, queda esclarecido que el tiempo siempre es demasiado poco, que se envejece con la resignación de no ser lo que nos habíamos contado que seríamos (violonchelistas en el Concierto de Año Nuevo, los hombres mejor vestidos o hijos ejemplares, ustedes dirán). Es cuando la ilusión nos ha perdido el respeto y desmontamos, como una efímera jaima del desierto, la mentira esencial que mantiene sedada la conciencia del periodista: es decir, que el mundo tendría al menos una posibilidad de ser escayolado después de que, contando noticias, nosotros eleváramos a la heroicidad merecida a los millones de desheredados y malditos que sobreviven a su suerte. Digamos, Pakistán. Si la realidad se venga y no lo hace con la luz apagada, lo que amanece en el periódico es Pakistán, como antes amaneció Haití o el sureste asiático. Al menos ya sé que todo esto volverá a suceder sin que nada cambie esencialmente: pobres, indiferencias y millones de entierros anónimos. Centenares de miles de paquistaníes de guardería viviendo en una foto con el agua al cuello, esperando la cordada de un helicóptero que los lleve a cualquier parte, a algún porvenir. Y todos mirados desde estas letras como se mira desde la ventana a quien espera el último autobús del día.