París

Actriz de un solo personaje por Sergi Sánchez

La Razón
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El mito erótico de los setenta, el que destapó la líbido reprimida de tantos españoles pluriempleados, ha muerto. Con ella enterramos a su emblemático personaje, esa Emmanuelle de lúbricos deseos que nació para aprobar la asignatura que la osadía del cine europeo de la época tenía pendiente con el público. A saber, ese hueco que se abría entre los angustiosos coitos de Marlon Brando y Maria Schneider en «El último tango en París» y el porno duro que «Garganta profunda» había impuesto como tendencia de lo más «cool» en Times Square. O entre el «soft core» de autor y el cine X sin aditivos. Cineastas como Just Jaeckin o David Hamilton, que procedían de las revistas de moda, inventaron un erotismo exportable, explícito pero envuelto en sedas exóticas, que encontró en la fragilidad y la inocencia de Sylvia Kristel sus principales valores de cambio. El descubrimiento de una sexualidad libre de ataduras, con plena conciencia de los puntos G de su feminidad, convertía a Kristel en un símbolo paradójico: esclava de su personaje, se transformaba en objeto comprometido por una dominante mirada masculina, y a la vez era la prueba incontestable de que la mujer había conquistado la posibilidad de disfrutar de y con su cuerpo. Con ocasionales visitas al cine convencional («Aeropuerto 79», «El disparatado agente 86»), Kristel nunca pudo superar la fuerza icónica de Emmanuelle, ni siquiera cuando se le pedía que repitiera su papel de sex-symbol de revista de destape en un contexto legitimado por su origen literario («El amante de Lady Chatterley») o deslegitimado por su aroma a comedia juvenil gamberra («La primera lección»). Fue actriz de un solo personaje, esa mujer sentada en un sillón de mimbre, esposa de diplomático ligero de cascos, que aprendía los dialectos del sexo en la Tailandia más primitiva, perfecta fantasía sexual para quienes no podían apartar los ojos de la pantalla mientras simulaban escandalizarse.