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Moscú

Gol en Moscú

La Razón
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Ser español en Moscú es, desde la noche del domingo, más agradable, más gratificante y facil. La Plaza Roja se ha llenado, como por arte de magia, del espíritu de «La Roja», de sus camisetas, bufandas, gorras y banderas. Los moscovitas sonríen cómplices, lo que no es nada fácil, pero no se fían y corre el rumor de que en el mausoleo de Lenin han reforzado la vigilancia ante el temor de que la momia amanezca con una bufanda rojigualda anudada al cuello, lo cual sería fatal para su salud porque ayer en el Kremlin se superaron los 36 grados. Lo cierto es que un indisimulado orgullo de ser y de mostrarse español aletea en la capital rusa. Tal vez nunca haya sucedido nada semejante. Habitualmente, los españoles viajamos por el mundo sin hacer mucho ruido, comedidos a la hora de exteriorizar nuestra condición, e incluso algo confusos cuando de por medio se atreviesan los complejos localistas. Ayer, no. Ayer, los cientos de compatriotas que pululaban por la ciudad exhibían con satisfacción alguna prenda que les identificaba como españoles. La gran mayoría celebró la sufrida victoria en algún bar o en la cafetería del hotel, en pequeños grupos arracimados. En lo que a este cronista concierne, la tarde de autos se presentó muy calurosa y aún más incierta. A las 10:15 de la noche (con Moscú hay dos horas de diferencia), el espacioso hall del hotel parecía Siberia en invierno; con una pantalla de un millon de pulgadas, pero Siberia al fin, y en invierno. Pero de repente, como si hubieran sido convocados por el pulpo Paul (¡qué lástima no haberle tenido como ministro de Economía hace dos años!), de no se sabe dónde, empezaron a llegar parejas, pequeños grupos o familias enteras, y en cuestión de minutos allí nos reunimos medio centenar largo de españoles ataviados para la cita con la historia. Los había de casi todas las regiones. Y el guirigay se apoderó del hotel. A todo esto, el camarero que servía las cervezas, un mocetón de clara ascendencia cosaca, metía cuchara en las conversaciones de modo tan convincente que de haberle entendido algo le habríamos dado la razón. Cuando marcó Iniesta, el cosaco pegó un brinco y se pasó a la zona de los clientes, donde fue recibido como si fuera de Ponferrada de toda la vida. Aquello fue una fiesta y hubo gente que lloró cuando vio llorar a Casillas. Nos abrazamos, nos besamos, brincamos, brindamos por el noble pueblo cosaco y enronquecimos gritando «Es-pa-ña, Es-pa-ña». Que todo esto ocurriera en Moscú, le añadió a la alegría unas gotas de emoción qué sólo se siente cuando se está a miles de kilómetros de casa, donde no siempre resulta fácil ni gratuito presentarse como español. Pero ayer, si.