Asia

Tokio

Hijos de Akira nietos de la bomba

Japón es un país atado a sus tradiciones, con ritos de delicadeza sublime. Sin embargo, ha creado una cultura popular que ha influido en el mundo occidental basada en el desarrollo de un robot sin alma que encarna el miedo a la bomba atómica

Dibujo de la serie Akira
Dibujo de la serie Akiralarazon

Debemos reconocerlo: somos hijos de Godzilla. Yo crecí entre las ovejitas de Heidi, las lágrimas de Marco y su mono Amelio, y los puñetazos letales de Mazinger Z. Estudiaba en la facultad el románico pirenaico y, para descansar, me divertía con Bola de Dragón y Dr. Slump. Aún hoy, miro junto a mis sobrinas las travesuras de Shin Chan. Fiel a esta deuda, viajé este verano a Tokio. En la aduana, un policía con guantes que no hablaba inglés me preguntó, mostrándome unos ideogramas, si introducía en el país más de 5.000 dólares, algún tipo de droga o pornografía. Me sorprendió la disciplina cívica que afecta los más mínimos detalles. Algo tan sencillo como cruzar un semáforo tiene sus reglas. Me perdía, a pesar del GPS y un mapa muy detallado, a cada esquina. Las calles no tienen nombre ni las casas número. Cualquier dirección implica un plano a mano alzada y la referencia de algún monumento, restaurante de comida rápida o edificio singular.

Pasé muchas horas mirando la televisión. No entendía nada pero era fascinante. Me colé en tiendas extrañas donde se vendía pornografía. El tema favorito son las dieciseisañeras vestidas de colegiala. En algunos establecimientos, venden bragas usadas de estudiante, para fetichistas...

Compré un número atrasado –de 1970– de un semanario japonés, porque en la portada aparecía La Pedrera, de Gaudí. Tras esa imagen, me aguardaba un amplio reportaje sobre el «seppuku» de Mishima. Uno de los más interesantes escritores nipones intentó un golpe de estado imposible y acabó suicidándose. Su rostro decapitado, sobre la mesa, reflejaba las grandes contradicciones que mueven y alimentan el «milagro» japonés. Y es que Japón es un samurái cabalgando una fiera llamada muerte. El samurái son los japoneses; la fiera, un complejo de islas afectado por las fuerzas de la naturaleza. Para los japoneses, nada es malo ni bueno, lo importante es el control. Japón fue arrasado por los bombardeos norteamericanos y dos bombas atómicas. Y renació adoptando la cultura norteamericana y alimentando su sed energética a base de centrales nucleares. Japón es un país sincrético, todo le afecta pero nada le cambia. Adopta con frenesí cualquier influencia extranjera para deconstruirla y devolvérnosla con idéntica apariencia, pero el corazón cambiado.

Astro Boy es uno de los primeros ejemplos culturales de la influencia atómica en Japón. Un gran científico –la ciencia es el arte de dominar la naturaleza– pierde a su hijo en un accidente de tráfico. Construye un robot con apariencia y sentimientos humanos, alimentado con energía atómica. Nacía así, en 1952, de la mano de Osamu Tezuka, el primer manga moderno.

Godzilla nació en 1954 en los estudios cinematrográficos Toho. Lleva 28 películas pero su origen sigue siendo el mismo: un dinosaurio congelado muta y revive tras unas pruebas nucleares en la isla de Odo. Asola Tokio con su aliento atómico, pero en posteriores películas se convertirá en defensor de Japón y adalid del ecologismo. Según algunos estudiosos, Godzilla es la encarnación del miedo que sintió Japón tras los bombardeos atómicos. Godzilla es, también, el primer protagonista del género catastrófico japonés, que incluye monumentos como «El hundimiento de Japón».

Volvamos al sincretismo japonés. Si los jesuitas portugueses aportaron la fritura –tempura– a su cocina, éstos volvieron a Europa con el budismo zen transformado en «ejercicios espirituales». Este sincretismo, que podríamos resumir en la habitual plegaria «¡Dioses y Buda, ayudadme de alguna forma, por favor!», se ha trasladado a la robótica. Japón posee 410.000 de los 720.000 robots industriales del planeta.

Es por ello que su imaginario no tiene superhéroes, pero sí científicos que crean réplicas humanas como Astro Boy o Arale, o Mechas. Es el caso de Mazinger Z. Y aunque no lo inventaron, sí que desarrollaron el juguete informático: Nintendo, Sega, Sony..., las máquinas y el imaginario de la mayoría de videojuegos es japonés. ¿Alguien se ha parado a pensar que los sprites de «Space Invaders», el videojuego que extendió la popularidad del género en 1978, recuerdan a la escritura kanji? ¿O que la idea de invasión y destrucción sobre la que bascula este juego no es tan lejana de la experiencia japonesa durante la Segunda Guerra Mundial?

Lo humano y lo artificial

Japón vive bajo la amenaza de la naturaleza; pero la energía nuclear es, también, naturaleza. Akira, el manga ciberpunk que originó la moda manga occidental, es un cómic que irrumpió en 1982, de la mano de Katsuhiro Otomo. Su argumento parte de una gran explosión nuclear sucedida en el Tokio de 1988, y de los riesgos de la ciencia llevada al campo de lo sobrenatural. Los japoneses se relacionan con las máquinas de una manera distinta a los occidentales. Para cantar, inventaron la máquina de karaoke (que olvidaron patentar, hasta que un filipino se hizo con los derechos); para jugar, las consolas de videojuegos; incluso los inodoros están robotizados... Porque el robot implica un orden, y los japoneses saben que lo importante es no perder jamás el control.

De ahí la afición japonesa por las maquetas: reproducciones a escala, minimundos imaginarios al alcance de la mano. Si norteamérica les invadió con soldados, pero sobre todo con cómics Marvel, baseball y films de Disney, ellos responderán pacíficamente con versiones propias.

Cuando aquí las niñas jugaban con la autóctona Mariquita Pérez, los niños japoneses apareaban la Barbie con el rudo GI-Joe. Japón es un país extremadamente dependiente del petróleo. Cuando la gran crisis energética de 1973, redujeron el tamaño y la calidad de sus muñecos –el plástico proviene del petróleo–, fabricando pequeñas figuras semitransparentes que rellenaban con piezas mecánicas. El cyborg se introducía, así, en la cultura popular.

Durante la década de los ochenta, los otaku estaban tan obsesionados por la cultura popular del manga, el anime, el videojuego y el cine, que decidieron crear sus propias figuritas. Se trata de muñecos que no puede producir la industria, ya sea por razones de tamaño, detalle o capricho estético. Ahí nació la cultura de «garage» japonesa, de la que surgirá Kaiyodo. Kaiyodo es el principal paradigma de cómo la cultura japonesa funciona en ambos sentidos. La gran industria nos propone productos como Star Wars, Transformers o Pokémon, y los mismos aficionados modifican su imaginario, lo liberan y nos lo devuelven reconvertido en algo nuevo.

La última moda japonesa es la creación de figuras femeninas con anatomías imposibles, fruto de la curiosa represión sexual: no se puede representar vello púbico, y en las películas porno los genitales están pixelados. Pero si nos fijamos en estas figurillas –que hoy día pueblan nuestros centros comerciales–, descubriremos que mantienen características propias de la escultura budista tradicional, como el tratamiento de los cabellos y los pliegues del vestuario.
La cultura japonesa es hija de una isla amenazada que se nutre de su propio afán de supervivencia. Implosión de sentimientos, siempre encauzados por rígidas normas colectivas.

Pero no será un terremoto ni un accidente nuclear lo que acabe con su esplendor. Tampoco la pujanza de los nuevos tigres asiáticos, con China al frente. No. La principal amenaza de Japón es su decrecimiento demográfico, que convierte al sistema en inoperante. Suyo es el dilema: abrir su territorio a otras culturas y romper un delicado equilibrio milenario, o robotizar todavía más una sociedad que sufre el síndrome del «valle inquietante», la siniestra frontera entre lo humano y lo artificial.