Barcelona

Josep Maria Pou: «Nadie se conoce a sí mismo como un actor»

Pou dirigirá a partir de septiembre el teatro La Latina de Madrid. Ya dirige el Goya, en Barcelona
Pou dirigirá a partir de septiembre el teatro La Latina de Madrid. Ya dirige el Goya, en Barcelonalarazon

Es un placer charlar con el rey Lear. Y con Orson Welles. Y con el comisario Ferrer… Josep María Pou (Mollet del Vallés, 1944) es todos ellos y no es ninguno: tiene la cualidad de saber cambiar de personaje como de camisa. Al mismo tiempo, posee una personalidad unívoca que va más allá de sus dos metros físicos. Ha estrenado «La gran sultana» de Cervantes en Estambul y en septiembre comienza a dirigir el Teatro La Latina.

-Usted ¡todo a lo grande! ¿No tiene bastante con un teatro?
-Cuando me ofrecieron dirigir La Latina acepté al momento, presa de una intuición: es más fácil dirigir dos salas que una. De este modo, los espectáculos tendrán asegurado un viaje de ida y vuelta entre La Latina y el Goya. ¡Haremos un puente aéreo teatral!

-La Latina siempre ha sido un teatro popular, castizo.
-En el Goya nos han funcionado obras que muchos productores no querían porque las consideraban poco rentables. «Los chicos de historia», de Alan Bennet, ha dado la vuelta a la tortilla. Era considerada difícil, demasiado culta, pero el lleno ha sido total. Seguiré esa línea en La Latina.

-¿Por qué le fascina el teatro inglés?
-En Londres, ser autor de teatro es algo muy importante. En cambio, un autor en España es mirado como un pelanas. Los británicos saben contar buenas historias, son grandes narradores. El lunes empiezo mis vacaciones con dos semanas como espectador de teatro en Londres.

-Kevin Spacey también se ha enamorado de la escena londinense.
-Y además dirige muy bien el Old Vic de Londres. Una vez le oí contar que Jack Lemmon recomendaba que, al alcanzar el último piso en esta profesión, tienes que apretar el botón del ascensor para regresar a la planta baja y permitir que otros puedan subir. Yo creo en eso. Con el Goya y La Latina, muchas personas se beneficiarán del teatro que me fascina.

-¿Qué le pide a una obra para dirigirla o actuar?
-No quiero que el espectador pierda el tiempo o que salga de la sala cagándose en mi padre. Los actores lanzamos ideas, preguntas y pensamientos sobre el patio de butacas como si fueran peladillas o bichitos que se van colando en los bolsillos de los espectadores. A la mañana siguiente, cuando van a lavar la camisa, se encuentran con una pregunta en el bolsillo que se coló en la función.

-¿Exige al teatro que sirva a la conciencia?
-Sí, pero ya no creo que deba servir para cambiar el mundo. Lo creía en los años sesenta, cuando pensaba que desde el escenario podíamos conseguir que la gente saliera del teatro y empezara a quemarlo todo... Debuté con el Marat-Sade que dirigió Adolfo Marsillach en 1968, nada menos. ¡Menudo estreno tuvimos!

-Cuente, cuente…
-La policía secreta tomó el patio de butacas, mirándolo todo con perros. El final era una escena colectiva en la que todos los locos se sublevan contra los directores del manicomio y reivindican la revolución y la copulación universal.

-¡Caramba, en pleno franquismo!
-Cuando los locos comenzaron a lanzar tripas de vaca sobre el público, la gente se levantó enfervorizada y gritó: «¡Sí, sí, la revolución, la revolución!» La catarsis llegó a su clímax cuando comenzaron a caer octavillas desde el techo como un efecto de la escenografía.

-Al día siguiente, un grupo opositor aprovechó para lanzarlas de verdad.
-Sí, y fue tremendo. La tercera y última representación en Madrid se hizo con las tanquetas de la policía rodeando la plaza y un montón de antidisturbios pegando porrazos en la calle.

-El teatro ya no es lo que era.
-El teatro no va a conseguir que hagamos la revolución. Nunca fue ése su cometido. Sin embargo, cada día de función recibo muchos mails de personas que me dicen que algo les tocó profundamente. Esto sí que me parece valioso y revolucionario.

-¿Concienciarse y divertirse le cabe en el mismo pack?
-Claro que sí. Tomar conciencia no significa aburrirse. Hemos pasado años de empanada mental en que sólo se consideraba importante aquel espectáculo que pretendiera salvar al individuo del caos. Pero dentro de poco el Teatre Lliure volverá a programar a Tennesse Williams. En el Old Vic, Kevin Spacey va a presentar una obra de Noël Coward y otra de Terence Rattigan, un autor maldito y olvidado. Son textos que hace pocos años habrían sido repudiados por antiguos.

-¡Dichosos modernos!
-Estoy atento a las nuevas tendencias, como el teatro alemán. Pero no hay que dar la espalda al pasado. Cuando estudiaba en la escuela de interpretación, el veterano Manuel Dicenta, que era profesor mío, me acorraló en un pasillo: «Oiga, Pou, muchas veces le oigo hablar con sus amigos de cosas que no entiendo. ¿Podría pasarme esos libros que usted lee?» Le pasé a Brecha, Artaud… Ese día me reconcilié con la vieja guardia.

-Le mueve la pedagogía.
-Es que no concibo que se pueda aprender a actuar. Todo lo que he aprendido ha sido en escena. No necesito tomar clases de Ian McKellen porque cada vez que le veo actuar ya me está dando clase. Cuando voy al teatro, en realidad estoy tomando clases de interpretación.

-¿Cuál es su método escénico?
-¡Lo curioso es que no tengo ninguno! Para interpretar, hay que salir al escenario con la verdad. Eso es todo. Al público no se le puede engañar, no se le pueden dar sentimientos de cartón piedra.

-¿Eso es todo? ¡Tiene que haber truco!
-¡No, no, se lo aseguro! Me concentro en el personaje y éste cobra vida, como si fuera la figurita de un madelman que crece entre el texto y mis ojos. Durante años he ocultado una enorme contradicción: que no me trabajo demasiado los personajes. Mucha gente me dice: «Nadie diría que estás actuando». Y yo me callo y otorgo, pues en realidad no me cuesta ningún esfuerzo interpretar.

-¿Y cómo se deja de ser Orson Welles o el rey Lear?
-Desprenderse de la máscara es el momento más delicado para un actor. El cambio de un personaje a otro puede funcionar mal. Conozco a muchos actores que van por la vida arrastrando tics y amaneramientos de todos los personajes que llevan en la mochila.

-Lo que no quite un buen exorcismo…
-Yo mato a los personajes. Los erradico de mi interior de un plumazo. No hay nadie que se conozca a sí mismo como un actor: a base de bucear para encontrar algo del personaje en ti, acabas por detectar el mínimo instinto asesino que haya en tu cuerpo, la mínima dependencia afectiva, etcétera.

-¿Ése es el secreto de su oficio, el autoconocimiento?
-Sí, el «conócete a ti mismo». Hay quien entra en este oficio porque es guapo, o por aparecer en las portadas de las revistas. Pero el teatro te permite conocerte cada vez mejor. El actor trabaja con material de la mente, con la memoria de su propia vida. Es un material muy sensible que a veces te mantiene a milímetros de la locura.

-Como un equilibrista en la cuerda floja.
-Gordon Craig dijo una vez: «Me gustaría que el escenario tuviera el grosor de un alambre para que sólo pudieran cruzarlo los que estén preparados». Pero prefiero no darle mayor trascendencia. Me imagino a un lector pensando: «¡Qué gilipolleces dice Pou, si los actores son como los mineros!» Y, ciertamente, no le faltaría razón.


Un contador de historias
Josep María Pou es nuestro Sir Laurence Olivier. O, para fiarlo al presente, nuestro Sir Ian McKellen, célebre en España por películas como «El señor de los anillos», pero más conocido por ser un maestro vivo en teatro shakespeariano. Pou suele viajar mucho a Londres para ver teatro y un día se enteró de que McKellen interpretaba al rey Lear con la Royal Shakespeare Company. No se lo quiso perder. Aunque las localidades estaban agotadas, le ofrecieron dos entradas a condición de que se acercara al camerino a saludar. Allí, McKellen apareció gritando: «¡Josep María, el Lear español!». Pou se quedó muy sorprendido de que el inglés le conociera: el mago Gandalf también es fan de nuestro rey de las tablas.