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Historias corrientes

La Razón
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No dejo de releer estos días Mi madre, de Richard Ford, una pequeña joya de esas que a uno le gustaría haber escrito. De una manera sencilla, contundente, precisa y elegante, en apenas ochenta páginas, Ford rinde tributo a la persona que le dio la vida. Tras la muerte de su madre, el escritor norteamericano decide contar su historia, la vida de una mujer corriente, una vida normal, en la que «no hubo nada brillante, nada notable, nada heroico», tan sólo el hecho de vivir, de criar a su hijo, de quererlo y de intentar darle un porvenir. Una vida como otras tantas. Pero una vida que el escritor siente que merece la pena ser escrita. En un tiempo como el presente en que el que sólo nos importan las vidas célebres de los otros y en el que hemos olvidado a apreciar la sencillez de lo que nos rodea, el libro de Ford es una llamada de atención sobre la excepcionalidad de lo ordinario, sobre lo especiales que son las vidas cercanas que muchas veces nos pasan desapercibidas. Vidas que obviamos hasta que desaparecen. Sólo entonces advertimos lo que extraordinarios que fueron nuestros padres, nuestros hermanos, las personas que conocimos y que ya no están con nosotros. Como sugería Paul Auster en La invención de la soledad (otro tributo, en esta ocasión, al padre muerto), todas las vidas debieran ser contadas en algún momento. Porque contar historias, escribirlas, transmitirlas es una manera de perpetuar la vida. Como Sherezade en las Mil y una noches. Contar historias para salvar la vida, o al menos, para mantenerla en la memoria.