Literatura

Literatura

Marcelino

La Razón
La RazónLa Razón

En mi familia siempre hemos sido de meter las narices donde no nos llaman. Hemos sido muy de comprar chismes de mesas ajenas, de mirar a la gente como escaneaba Terminator a sus víctimas, tanto, que hasta nos sale en la pupila los datos del cotilleado en azul. Es más: yo me paso muchas veces de parada de autobús de tan embebida que voy con las conversaciones por teléfono del de delante. Les podría decir que somos prudentes y discretos y que vivimos ensimismados en nuestra propia historia personal, pero les mentiría cochinamente.

Nosotros pagaríamos por informaciones mezquinas sobre nuestros vecinos y con una pequeña dosis diaria ya seríamos la mar de felices. Bien, esta capacidad de sacar la oreja cuando no viene a cuento nos ha proporcionado, sin embargo, el buen gusto de atender de principio a fin. Me cuenta mi prima Sonsoles que fue el otro día a renovarse el carné de identidad a la comisaría de un pequeño pueblo extremeño. Estando en la sala de espera, apareció un abuelo de los abuelos de toda la vida, con sus zapatillas de estar por casa, su boina y su garrota. Nada más entrar, el policía de la entrada le preguntó qué turno tenía. «Ninguno, porque me dijo una señorita que podía venir cualquier día a cualquier hora». «Me extraña que le dijesen eso, porque estamos dando cita para tres meses y porque aquí todos los que atendemos somos señoritos. Se espera usted el último y veremos», contestó el agente. El abuelo se metió en la sala de espera y pidió la vez a grito pelao. Y se la dio mi prima. Como había dos funcionarias encargadas de los trámites, a ambos les tocó casi a la vez y fue entonces cuando mi prima estiró la gaita, honrando a nuestra familia. El abuelo sacó su carné, de esos grandes, azules, con los bordes despegados y la foto sepia.

«Marcelino –le dijo la mujer–, 25 años con el DNI caducado y ¿ahora nos entran las prisas? Pues que sepa que me tiene que traer una partida de nacimiento y mandarlo a Madrid y esperar muchísimo, y además le va a costar una pasta». Y al llegar al momento «firme usted aquí» Marcelino se arrancó y contó que nunca había sabido leer ni escribir pero que su nieta llevaba cinco años enseñándole y ahora quería firmar, ni x ni borrón, firmar de verdad y por primera vez en su vida. Y todos los que estaban en esa sala de espera aplaudieron a Marcelino.
(Para mi prima Sonsoles. Gracias por la historia)