Grupos
El abrazo del oso por Fernando SÁNCHEZ-DRAGÓ
El otro día vi uno, pero no en el zoo, sino en el bosque. Me impresionó. En Japón sucede a menudo. Este año, además, las bellotas escasean a causa de las altas temperaturas sufridas al hilo de un verano que se ha prolongado hasta finales de octubre. Por eso bajan los osos a las ciudades en busca de alimento. Pero esta columna lo es de salud, y es en nombre de ella por lo que hoy invito al plantígrado en cuestión a encaramarse a su pedestal. Vaya por delante que el oso comparte con el ser humano el 95 por ciento de su ADN, lo que facilita y casi garantiza la compatibilidad biológica entre sus corpachones, en los que llega a almacenar hasta un 50 por ciento de grasa, y los nuestros. Durante la hibernación, que suele durar unos seis meses de completa inmovilidad, y menos aún fuera de ella, los osos no acumulan depósitos de ateroma, las arterias no se endurecen, no sufren infartos y en su sangre no hay rastro significativo de triglicéridos, colesterol y otros lípidos. El pulso del oso, que mientras está activo es de ochenta unidades, desciende a menos de veinte, e incluso, a veces, a menos de diez, cuando hiberna. Los ecocardiogramas demuestran que la sangre se remansa en los ventrículos del corazón, más no por ello coagula ni se producen trombos. Tamaña lentitud cardíaca es cosa que no soportaría ningún animal humano. Los osos tampoco desarrollan osteoporosis durante el período de letargo, pese a la inmovilidad a la que ya he hecho referencia, porque sus células siguen generando material óseo. Y, por último, mantienen íntegras la fuerza y la masa muscular gracias a las contracciones musculares isométricas que recorren todo su cuerpo mientras duermen. El abrazo del oso tiene mala prensa. Olvídense de eso. De él, por mérito de quienes lo estudian, podrían derivarse beneficios de envergadura para nuestra salud. Abracemos metafóricamente al oso y, por supuesto, hagamos todo lo posible para evitar la extinción de tan hermosa especie.
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