Crítica de libros

Vasijas y vidas

La Razón
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A resultas de lo que pudiera ocurrir todavía con una sociedad que económicamente se va pareciendo cada vez más a las situaciones más menesterosas del pasado, se siguen leyendo con bastante frecuencia los cansinos trenos sociológicos sobre «la España del botijo», y «la España de las alpargatas» que son dos fórmulas rituales, además de la de «la España profunda», utilizadas por los más listos para variar con los altos tecnicismos del subdesarrollo y el tercermundismo que señalan el atraso de un tiempo en el pasado. Y sobre el botijo, además, hay mucha literatura despreciativa, y ya gentes con estudios que no los distinguen de los cántaros y las tinajas, no digamos ya de las ánforas, metretas o los aguamaniles, pongamos por caso, si bien éstos son de loza de ordinario. Pero barro al fin y al cabo.
Las cosas se han simplificado y tienden a simplificarse aún más, los libros tienen o han de tener tantas notas casi como el gesto con el vocabulario preciso para entender ese texto, o bien se da por muerta la lengua que nombra y se sustituye por vocablos genéricos o abstractos –realmente incoloros, inodoros e insípidos–, y a todo ese material tan diferenciado de vasijas y muchas formas se las denomina recipientes, vasijas mismas o útiles, y asunto concluido. Aunque luego se hable con cierta prosopopeya de artesanía y cerámica, y ser artesano o ceramista es toda una categoría artística, mientras ser botijero sería todo un desdoro. Así funciona el mundo. Más o menos como siempre.
Algunos miles de años atrás el botijo, aunque imprescindible era inevitablemente, como el cántaro vasijas inapreciables siempre porque eran depósitos domésticos de agua, especialmente los cántaros, mientras los botijos eran los recipientes de agua más fría, porque estos botijos se introducían en los pozos normales, si eran muy profundos, o en los pozos de nieve, propios o comunales, donde se guardada para hacer helados y sorbetes.
Ahora, todo esto es posible hacerlo mucho más fácilmente gracias a los frigoríficos eléctricos y a las técnicas para producir frío, y obviamente el botijo ha quedado rebasado en su utilidad inmediata entre nosotros, los españoles y europeos, pero no en las zonas más pobres del mundo que son las más amplias. Y en nuestro mundo los botijos han pasado al universo de la estética; y no solamente botijos como los diseñados por el señor Picasso, sino también aquellas vasijas de adorno en forma de botijo, pero vidriadas o esmaltadas que ya no tenían la función de conservar el agua fresquita, sin mayores pretensiones, sino exactamente de ornato y exhibición de riqueza, como aquellas vasijas y bibelots que dice Santa Teresa que había en una estancia del palacio de la duquesa de Alba en Alba de Tormes y era toda una barahúnda que a ella la mareaba.
Hechos esos cacharros de la misma tierra roja que nosotros, los hombres, han guardado el agua para apagar nuestra sed, como en su caso la de los animales y las plantas, y con frecuencia incluso, han acompañado a los hombres en el sepulcro como trasunto de sus vidas y sueño de su espera, y, aun hechos añicos han sido puestos muchas veces sobre terciopelos y sedas en los museos y bibliotecas porque guardan historias y poemas, llenos de hermosura. Las nueve décimas partes de los humanos no daremos tanto que hablar y cavilar como un viejo óstraco o trozo de botijo o de cántaro.
Pero incluso los otros, los botijos-botijos sin más atributos, siquiera por las esperanzas y las tristezas de hombre que han acompañando, parece que merecerían un respeto; y nadie, ni siquiera Homero, el rey David, o el señor Miguel de Cervantes tuvieron compañía más amable y discreta. Y han simbolizado nuestra vida hasta un punto era la piadosa costumbre judía derramar el agua de los cántaros y otras vasijas cuando alguien moría y su vida quedaba así igualmente derramada.
Más adelante, esta vida humana parece que no valdría ya tanto, y no andamos, lógicamente, con estas ceremonias.