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Feminismo versus femineidad
Durante muchos siglos, la superioridad específica del varón no se puso en duda; a fin de cuentas virtud y virilidad parten de la misma raíz latina, vir, que se refiere al sexo masculino. Pero el Cristianismo, en una tarea de siglos, fue capaz de hacer un descubrimiento que le llevaría incluso a una profunda revolución que a los historiadores parece oportuno calificar «de la femineidad», asociada al primer Humanismo. Como muy bien explicaría San Bernardo a sus discípulos, si María, inmaculada, es de hecho la Theotokós, que lleva en su seno la naturaleza divina, debe concluirse que la criatura más excelsa no es un hombre, sino una mujer. Nos situamos en la primera mitad del siglo XII, descubrimiento de la capacidad superior de la femineidad. Entre otras cosas el arte romántico, macizo en su masculinidad, fue sustituido por el que ahora llamamos gótico, en que aparecen claros los rasgos de la femineidad. Además, en el parteluz de la entrada se colocaba siempre una imagen de la Virgen como demostración del papel que a ésta se reconocía.
Ahora bien, la característica esencial de esa primera revolución de la femineidad consistía en descubrir y dar sentido a los caracteres de que se adorna lo femenino: virginidad, maternidad, capacidad intuitiva, sentimientos. No se trataba, pues, de que la mujer adquiriese las dimensiones masculinas –Juana de Arco es una especie de contrasentido–, sino de que la sociedad utilizase estos valores que en el fondo son superiores a los masculinos para emprender un nuevo camino a la sociedad. Sin duda, tras Leonor de Aquitania, de Blanca, de Berenguela o de Mafalda están sus descendientes y deudos, pero son ellas las que revisten verdadera importancia. Las Huelgas de Burgos era un monasterio absolutamente femenino y su abadesa disponía prácticamente de todos los poderes que podía esgrimir un obispo con excepción de los sacramentos.
Europa vivió entonces un tiempo decisivo, cuyas dimensiones nunca fueron alcanzadas por las otras culturas existentes. No se trataba de imponer un feminismo, sino de que las bases sobre las que sustenta la sociedad, es decir, la familia en sus diversas manifestaciones, quedasen enriquecidas por unos valores que el cristianismo estaba descubriendo. Fijémonos en San Francisco de Borja. Su padre era un ambicioso sin principios; acabó asesinado por sicarios pagados por su hermano que arrojaron el cadáver al Tiber. Pero la madre supo mantener todas aquellas virtudes enraizadas en el franciscanismo y al final regaló a Europa uno de los personajes de importancia más decisiva. Claro es que en una sociedad de esta naturaleza podían cometerse serias injusticias: para una mujer la pérdida del honor significaba un daño que podía ser castigado incluso con la muerte; para el varón, en cambio, era una especie de vanagloria.
Lo importante, verdaderamente positivo, estaba sin embargo en aquella dimensión que algunas veces todavía percibimos. Nada tan importante para la sociedad como una madre de familia. Pero esta conciencia tenía que apoyarse en el reconocimiento de algo que pronto iba a ser negado: que las virtudes específicas que adornan a la mujer proporcionan a ésta cierta superioridad. Nuestra sociedad ha ido cambiando poco a poco las tornas. De la femineidad se pasó al feminismo, consistente de modo especial en reclamar una igualdad absoluta. No cabe duda de que en este enunciado hay un aspecto que debe ser no sólo aplaudido sino calurosamente apoyado. Cualquier diferencia o discriminación en términos legales debe ser suprimida. No puede caber la menor duda de que entre varón y hembra las diferencias que la naturaleza ha establecido –sólo ella lleva en su propio cuerpo y durante largo tiempo al niño que nace de un encuentro íntimo– revisten una enorme importancia. Por eso debemos tener buen cuidado: la igualdad no consiste en privar a la mujer de aquellas cualidades que, precisamente, la hacen superior. Y que nadie se engañe: bajar a la mina, sostener un fusil o dar patadas a un balón no significa en modo alguno superioridad.
Las noticias que a cada instante la Prensa nos proporciona son motivo justificado de alarma. Una sociedad profundamente laicizada corre el peligro de admitir que las funciones varoniles son las que comportan la superioridad y que, por tanto, la mujer debe dejar a un lado su condición para asumirlas. La sociedad corre de este modo el peligro de convertirse en monovalente. Y las consecuencias no serán positivas. Esa unión íntima entre ambas personas ha sido definida como amor. Pero ahora la revolución sexual americana del 86 (un fenómeno que ha sido analizado por varios autores) parece conducirnos por otra vía. «Hacer el amor» se refiere exclusivamente al acto conyugal. Pero el amor no es algo que se «hace» sino que se «crea» y se transmite. Cuando nace un niño no es sólo el portador de unas condiciones biológicas al modo de los animales; tiene derecho a recibir ese fluido interno que es el amor y cuando se le niega poco puede extrañarnos que aparezca el odio.
Se están repitiendo con insistencia esos casos a los que se denomina «violencia machista». No hay duda de que las mujeres superan en número de víctimas a los varones porque éstos han sido dotados de mayor fuerza. Pero no es sólo esto: el predominio del sentimiento en el alma femenina ejerce también su influencia para convertirla en víctima. No son las leyes, ni las disposiciones dictadas desde el poder las que pueden remediar tales desastres. Es imprescindible una rectificación, y muy profunda, en el comportamiento. Tenemos que recuperar, y con urgencia, el valor de lo femenino. La igualdad y la libertad, tan deseables, no deben inducirnos a prescindir de las dimensiones de la naturaleza humana.
Maimonides, en pleno siglo XII, ya lo descubrió: los mandamientos no son únicamente preceptos; forman parte de la revelación acerca de lo que es la Naturaleza. Y cuando ésta se quebranta o se falsea inevitablemente surgen las consecuencias. Todavía estamos a tiempo de rectificar: es la lección profunda que desde la experiencia de nuestros propios errores, los ancianos debemos transmitir. Devolver a la persona humana sus cualidades implica un reconocimiento de los valores que constituyen virilidad y femineidad; tal vez entonces seamos capaces de comprender la superioridad de los segundos. El feminismo corre hoy el riesgo de desvalorizar precisamente aquello que con más empeño debiera defender: la calidad y valor del sentimiento y de la intuición.
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