
Estados Unidos
Los indios en la India no engañan

Uno de los tópicos más unidos a la India en ciertos sectores de la sociedad occidental es que allí se vive una espiritualidad especial y superior a la que uno puede encontrar en Europa o América del Norte. A semejante visión han contribuido de manera esencial los maestros –reales o supuestos– que comenzaron a venir a Occidente procedentes de la India ya a finales del siglo XIX. Su intención –confesa en algunos casos– era la de frenar la expansión del cristianismo en la India, precisamente desencadenando una ofensiva en el lugar de origen de los misioneros, en especial Gran Bretaña y los Estados Unidos. Estos personajes desarrollaron así una serie de conceptos teológicos que, en su opinión, pudieran resultar agradables para el paladar occidental y que además llevaran a la conclusión de que nada debía intentar enseñarse a quienes vivían, como mínimo, de manera más espiritual que un italiano o un alemán. Entre esos conceptos, estaba una visión edulcorada del hinduismo que afirmaba, por ejemplo, que éste es una religión monoteísta y que los diversos dioses son sólo aspectos del único Dios. La campaña de opinión ha tenido cierto éxito a lo largo de las décadas y, entre sus consecuencias, ha estado el nacimiento del movimiento de la Nueva Era, pero no nos desviemos. A diferencia de tanto gurú asentado en las costas de California, los indios en la India, por regla general, no engañan. Por supuesto, no tienen ni idea del concepto de un Dios único y creen en la existencia de distintos dioses lo mismo si se trata del dios mono Arumán –al que he visto honrado en Orcha en una capilla rebosante de moscas– que de los más relevantes Vishnu o Shiva. Hace unos días, presencié una ceremonia en honor de este último dios, a orillas del Ganges, en la ciudad de Benarés. La corriente, rebosante de fieles que se metían entre las aguas para recibir la influencia benéfica de la divinidad, discurría con un color achocolatado mientras la temperatura, a la hora del crepúsculo, recordaba a un horno de panadero encendido a su mayor potencia. En ocasiones, parecía como que soplaría levemente la brisa, pero el momento, ansiado como pocos, nunca llegaba. Así, esperamos un par de horas, hasta que, finalmente, dio inicio la ceremonia. Siete sacerdotes concelebraron en honor de Shiva encendiendo velas y ofreciéndole incienso. Al concluir, casi una hora después, cantaron una nana al río para que descansara hasta la mañana siguiente. Comenté con una universitaria de Benarés la ceremonia. Me enteré así de que el estiércol de vaca es sagrado, de que los dioses son reales y de que incluso tenía en el jardín de su casa una planta a la que ofrecía sacrificios incruentos todos los días dada su bondad. Al preguntarme si había un nombre español para tan prodigioso vegetal, le respondí que sí, el de hierbabuena. No, los indios en la India no engañan. Cuentan con una candidez detallada lo que creen, pero, llegados a ese punto, habría que preguntarse si alguien, por ejemplo un español, que se siente atraído y motivado espiritualmente por el olor del incienso, por la existencia de un cuerpo sacerdotal o por el culto a las imágenes tiene necesidad alguna de viajar a la India cuando puede encontrar todo eso sin moverse del territorio nacional
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