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El almuerzo y el precio por José Luis Alvite
Una de las pocas cosas que tengo claras se refiere al empeño de algunos escritores empeñados en resultar prestigiosos a partir de la idea de que sólo serán respetados si la críticas especializada los considera autores de una obra compleja, oscura, poliédrica, es decir, una obra incomprensible. He tenido en las manos unas cuantas novelas escritas por autores de ese calibre y me he dado cuenta de que los críticos las habían considerado complejas sólo porque no se atrevieron a decir que en realidad estaban mal escritas y ni siquiera era seguro que ardiesen bien. Yo no pretendo ser un lector prestigioso y complejo, así que cuando compro una novela lo que espero de ella es que me resulte tan fácil de entender como una señal de tráfico. Mi formación literaria es caótica y no recuerdo haber leído con otro criterio que no fuese el de echar mano de cualquier libro que en ese instante me quedase más cerca que la merienda. Leí mucho de niño y lo dejé luego durante largas temporadas porque consideré más interesante vivir la vida que leerla. Me parecía que nada de lo que decían los libros sobre las mujeres, por ejemplo, era más apasionante que convivir con ellas, aun admitiendo que adquirir cultura por haber leído resultaba menos arriesgado que contraer gonorrea por haber fornicado. Yo no dudo de que los muchachos más pulcros de mi generación aprendiesen mucho sentados con un libro en la biblioteca, pero, sinceramente, no me arrepiento en absoluto de las que yo aprendí sentado casi sin aliento en los tórridos retretes de los tugurios. Sé que jamás escribiré una obra sesuda y compleja, con referencias históricas y citas en alemán que producen ceguera. Me conformo con que se me entienda y con que alguien me crea si le digo que en el aliento de aquellas mujeres del tugurio eran inequívocos su almuerzo, su alma y su precio.
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