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El alma y la camisa

La Razón
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Durante los muchos años que llevé una existencia sin remordimientos y sin riendas, tuve de la vida la idea de que se trataba de algo que se echaba a perder si no se consumía a manos llenas. Eso suponía que cerrar los ojos sólo iba a servirme para perder de vista algo que podría valer la pena. A veces me encontraba cansado, pero lo resolvía durmiendo un promedio de dos horas diarias, desafiando fatigas que a mí me parecía que mi cuerpo ni siquiera acusaba. Por más que hubo quien me aconsejó que entrase en razón y echase el freno, yo estaba convencido de que detener aquel ritmo sería tan contraproducente como se decía que lo era apagar los altos hornos y pretender luego reanudar su actividad. Del cansancio era capaz de reponerme con el siguiente esfuerzo, igual que de la tos causada por el tabaco me salvaba prendiendo al instante un cigarrillo. Yo sabía que el leñador con sensibilidad ecologista sufre al talar el primer árbol y que su conciencia le recrimina durante algún tiempo los hachazos, hasta que se da cuenta de que llega un momento en el que el esfuerzo sustituye al pensamiento y el remordimiento desaparece tan pronto el leñador es consciente de que hay un punto de la conciencia humana en el que sólo cuenta la fatiga. Y en mi caso el cansancio raras veces aparecía, y si lo hacía, era algo momentáneo, un decaimiento físico al que me sobreponía viendo las conquistas del esfuerzo, como el atleta que a punto de desfallecer apura la marcha porque ya se escuchan cerca los aplausos en la recta de tribuna. Un día detuve aquel ritmo sin saber muy bien por qué y entonces se me echó encima el cansancio que antes me era desconocido. Pero eso no fue todo. Detrás del cansancio vino la conciencia; y con la conciencia, el remordimiento. Y para bien o para mal, ya nada volvió a ser lo de entonces, lo que era mi organización mental antes del cansancio. Me di cuenta de que mi coche había envejecido y de que estaba tan abandonado que su aspecto habría mejorado si lo dejase ir en punto muerto hasta el fondo de un barranco. Un día dormí ocho horas seguidas y desperté con un terrible dolor de espalda. En ese momento pensé que la decencia me hacía daño y que me sentía mejor cuando despreciaba la conciencia, arriesgaba la salud y me jugaba la vida. La verdad es que nunca supe muy bien qué hacer con mi vida. A lo mejor es que nunca tuve claro que las cosas que limpian hasta el último rincón del alma sean mejores que aquellas otras que simplemente manchan de carmín el cuello de la camisa.