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Pandilla de niños
Me pregunto a menudo qué acontecimientos concretos de mi infancia determinaron mi evolución posterior y mi situación actual. El problema es que fui varios niños a la vez. Fui el niño ensimismado y sentimental que en los largos veranos de Cambados se pegaba en los párpados las alas de las mariposas y, por gratitud a tanta belleza como veían sus ojos, le aplaudía con recogimiento al espectáculo de la bajamar. Al mismo tiempo, y casi sin darme cuenta, fui un muchacho reacio al afecto de los suyos, el chiquillo agridulce que maldecía la desgracia de no haber merecido el creativo castigo de la orfandad, como todos aquellos chiquillos del hospicio de San Domingos de Bonaval en cuyos ojos tanto envidié de niño la belleza de aquella mirada expósita en la que medraba como musgo pelirrojo la institucional y escasa luz del internado. Las niñas se enamoraban de mi hermano mayor y yo estaba dispuesto a que se fijasen en mí aunque fuese por estar enfermo o por ser un lisiado. Ya que no podía aspirar a la lactosa de su amor primerizo, al menos podría conseguir de ellas su piedad, su benevolencia, incluso su compasión. De aquel ostracismo surgió en mí el perfil de un niño que no hacía los esfuerzos físicos pensando en ser el que mejor pedalease en la bicicleta o el que más corriese detrás de la pelota, sino porque pensaba que la visible extenuación despertaría al menos en las niñas su propensión a la enfermería. ¿Sabes, querida Candi González, amiga psicóloga?, a mi hermano mayor le sentaba bien incluso la ropa mal hecha y cualquier mancha de sandía encajaba en su magnífico aspecto como una medalla púrpura en la impoluta casaca de un húsar. ¿Como ser feliz si lo único que estaba a mi alcance era que las chiquillas limpiasen con su saliva mis heridas? ¿Cómo saber ahora de cuál de aquellos niños soy la consecuencia? ¿Del niño lírico que le aplaudía a la marea? ¿Del que se entristecía por no ser huérfano? ¿Acaso del que temía que sus heridas tuviesen cura? Hubo un cuarto niño al que le habría gustado huir de casa encaramado como un fugitivo en el techo de un tren de carbón. Es este niño apátrida y forajido el que más me gusta, pero evito encontrarme con él. A veces me tienta retroceder y esperar en mi pasado a que se detenga frente a mis ojos el humo lanar de aquel tren. ¿Y sabes por qué no lo hago, Candi, amiga mía? No lo hago porque temo que cualquiera de los otros niños me empuje hacia la vía y a su paso me aplaste el tren. Y también, porque mientras tarda el tren temo encontrarme con una pandilla de niños muertos.
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