América

Constitución

Después de la sentencia (y II)

Después de la sentencia (y II)
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Grupos claramente minoritarios de españoles, aprovechando las facultades que la nación puso en sus manos, llevan años, décadas, efectuando por vías de hecho o mediante normas subalternas una auténtica mutación de la Constitución, sin la aprobación, ni siquiera la pretensión de aceptación, del pueblo español, titular de la soberanía nacional que fundamenta cualesquiera poderes dentro del Estado. El Tribunal Constitucional, órgano de cuya competencia técnica podemos sentirnos orgullosos –al margen de la alta categoría de sus componentes– como ya hemos anotado en nuestro anterior artículo sobre este asunto, es notoriamente incapaz de evitar ese proceso: porque tiene unas limitaciones institucionales que se lo impiden; porque sus miembros son designados en definitiva por ese reducido grupo de personas que en verdad mandan en los grandes partidos, frecuentemente consentidores, a veces promotores, de esa política de burla constitucional demandada desde la periferia; porque sus leyes constitutivas no les permiten enjuiciar cualquier tema que afecte a la subsistencia de España, sino sólo aquellos que le planteen los partidos mayoritarios, cuando ello lo permiten sus consensos para alcanzar o mantener el poder sin contar con el otro gran partido nacional, y porque, a mayores, la composición del TC ya es en buena medida confederal, con vocales que representan a las comunidades autónomas más beligerantes, generando una dinámica favorecedora de compensaciones entre partidarios y adversarios de la Constitución.A comienzos del siglo XX, en Alemania estaba muy extendida la doctrina de la posible mutación constitucional a cargo de órganos constituidos, al margen del constituyente, para adaptar las normas fundamentales a la evolución de los «tiempos». Doctrina que en España entró en el Código Civil en la reforma franquista de 1973, para adaptar las normas, por parte de los tribunales, a la realidad del tiempo presente, y que les gusta especialmente a algunos jueces, que de este modo asumen un papel cuasi divino, convirtiéndose en legisladores para el caso concreto. Hace algunos años que ha sido defendida en medios de comunicación por vocales del Tribunal Constitucional español.En Alemania esa doctrina habilitó la dictadura, la guerra y las cámaras de gas desde el sistema democrático y sin romper el régimen de la República de Weimar. En España, de momento, nos ha conducido a dejar reducido el Estado español a una posición minimalista, mucho más aparente que real, menoscabando la libertad, igualdad y solidaridad de los españoles, como ya hemos anotado en nuestro anterior artículo. Y en el futuro, aún no sabemos cuál será la consecuencia final.Desde que aprobamos la Constitución, cada paso atrás dado por una comunidad en dirección a la situación de la fragmentación medieval, inmediatamente ha sido emulado por todas las demás. Y respecto del Estatuto de Cataluña, ya algunas comunidades han escrito en sus normas y anunciado públicamente tras la sentencia que exigirán retrocesos iguales a los que consoliden los catalanes.No practiquemos el avestrucismo. Caminamos hacia la desintegración, el poder central del Estado sigue revestido de oropeles engañosos, pero está en niveles bajísimos. Aunque se le niegue valor jurídico, después de mucho discutirlo, se ha respetado que en el Estatuto de Cataluña, Ley Orgánica del Estado, se afirme que aquella comunidad es «una nación». Pero en todas las ocasiones anteriores en que hemos entrado en este juego autodeterminista actual y se ha practicado la misma política de «prudencia», «para no crispar» (II República, I República, década de 1640….), hemos concluido en muy graves traumas que no queremos ahora mencionar y ni aun pensar.Nosotros, al estudiar y debatir este problema español, durante años hemos reclamado que la deriva confederal fuera detenida mediante una aplicación honesta y en sus propios términos de la Constitución. Pero ya desde hace tres años hemos comprendido –tras un serio análisis–, y hemos publicado las razones, que las cosas han llegado a tal punto que la única solución pacífica y democrática, sin aceptar la auténtica revolución que se nos está imponiendo, ni promover otra por nuestra parte, es la de hacer una reforma constitucional, decidida por todo el pueblo español, que cierre el camino para sucesivos disparates pero que, además, vuelva a configurar un poder central del Estado que tenga, respecto de las comunidades autónomas, cuando menos, el peso relativo que tiene en los más típicos Estados Federales, como los Estados Unidos de América.Hemos difundido los detalles de la reforma constitucional que proponemos, con sus fundamentos («La España necesaria», Universitas, 2008). Aconsejamos a los dos partidos mayoritarios que, bien mediante un Gobierno temporal de coalición o mediante un pacto ad hoc, emprendan esa reforma, explicándola antes al pueblo. Pero si dichos partidos no quieren o no pueden asumirlo y prefieren el disfrute de pactos con nacionalistas que les llevan en la dirección contraria, entonces esa bandera debe ser levantada por fuerzas emergentes, que preferiblemente se limiten a tal propuesta, y que vayan incrementando apoyos hasta ser mayoritarios. La Historia nos enseña que los pueblos experimentan frecuentemente cambios espectaculares, aparentemente imprevisibles poco antes, en cuyo momento se aplican aquellas fórmulas necesarias que previamente habían sido despreciadas o marginadas, y condenando a quienes, encadenados a los poderes del presente, no han sabido comprender las líneas del futuro.