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Moral y aseo
Acabo de pasar por el quirófano para una intervención que se presumía rutinaria y resultó complicada. No me quedó otra que permanecer ingresado durante siete días, tiempo suficiente para negarme a recibir visitas y aprovechar el tiempo en hacer algunas reflexiones. Desde mi habitación se veía apenas un pedazo de cielo sin rasgos en el que no ocurría nada que no fuese el paso de una nube cada cierto tiempo. Tampoco me asaltaron grandes pensamientos, ni una sola idea que pareciese relevante. La convalecencia hospitalaria me produjo una cierta sensación de agradable limbo analgésico, de anodina inmersión amniótica, de rendido sometimiento a la ingravidez amodorrada de un mundo en el que sólo fuese importante quedarse quieto mientras en la calle ocurrían cosas que ya no me incumbían. Por la falta de compromisos, la inclemencia postoperatoria se parece mucho a la libertad ilimitada, casi inconsciente, de la que recuerdo haber disfrutado en momentos de mi vida en los que lo único que en realidad me preocupaba de haber perdido la razón era el riesgo de recobrar el sentido. Supongo que esa sensación de medicinal libertad sin pretensiones es la consecuencia de que un hombre renuncia al sentido del deber casi al mismo tiempo que pierde el pudor. Durante la larga espera solitaria en la antesala del quirófano, tumbado debajo de una simple sábana, pensé que la indefensión del paciente se parece mucho a la del reo que se dispone a afrontar con infinita paciencia el transcurso de su condena. También pensé que podría salir muerto del quirófano. Y que, en ese caso, los míos respirarían con alivio tan pronto el cirujano les confirmase la pulcritud de mi aseo personal. En un tipo como yo, suele ocurrir que la catadura moral dice menos de él que las uñas de sus pies.
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