Singapur
Muerte aderezada por Jorge Berlanga
El cocinero Santi Santamaría, con todas sus estrellas Michelin, ha muerto, y a uno en estos casos le viene siempre el título de aquella película: «¿Pero quién mata a los grandes chefs?», en estos tiempos modernos en los que el mundo de la gastronomía levanta controversias y duelos digno de D'Artagnan y los mosqueteros haciendo esgrima con cuchillos jamoneros. Por cierto que Dumas fue un gran aficionado a la cocina, pero seguramente alguien haya enterrado hace ya tiempo las enseñanzas de Brillat Savarin.
Precisamente aún se recuerda la gran batalla entre fogones que provocó el sanguíneo Santamaría al enfrentarse a la flor y nata de los cocineros españoles de vanguardia en la presentación de su libro «La cocina al desnudo» escarneciendo a divinidades como Ferran Adrià, Arzak, Subijana, Berasátegui, Arola, bajándoles los humos aromáticos y tirándoles las reconstrucciones e hidrógenos líquidos a toda la frente. Sin ahorrarse sentencias lapidarias como «hacen platos que ni ellos mismos se comerían», o «van todos por la puta pela», calificándoles de productos mediáticos sin ningún sentido del paladar y escasa preocupación por los productos naturales, aparte de trabajar con materiales potencialmente peligrosos. Toma del frasco de las especias. Un puntapié en todos los morros que pilló por sorpresa a nuestra escuadra exquisita y que tardó tiempo en digerir, cegada por sus espumillas volátiles a precio de oro (un ingrediente por cierto frecuente estos días en platillos y canapés a la última, que debe tener, más que un valor, un sabor extraordinario).
En realidad, la guerra a buen diente del viejo Santi se reducía a reivindicar el valor de unas fabes frente a la mínima laja de bacalao sobre fondo de alcachofa y nube flotante de hueva de erizo. Platos que tardan más en explicarse líricamente en la carta que en acabar en el coleto. Salvo aquellos que al romperse sus complicadas hechuras exigen un tiempo en reagrupar el conjunto.
Al final hubo tregua para todos y la única consecuencia que tenemos es descubrir toda una España rural llena de discípulos de Adrià donde uno no puede comerse un honrado plato típico sin que le metan una invención de pitiminí. Mientras, Santamaría se ha ido a morir a Singapur, como quien se suicida con refinados bocaditos de sesos de mono.
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