Sevilla
Tradición y pragmatismo para visitar los templos bajo la lluvia
En la calle había poco ambiente, aunque la esperanza nunca se perdió; sobre todo ante las imágenes.
SEVILLA- Parece que es noviembre en la plaza de San Lorenzo. Desde los árboles caen gotas gordas de agua que inundan los chinos, las losetillas y la moqueta roja por la que se accede a la basílica del Gran Poder. El silencio reina en el recinto y nadie se pasa su puesto en la cola que lleva hasta el Señor de Sevilla. Las dudas se hacen patentes en los comentarios de los fieles, porque nadie quiere decir que la cofradía no sale. Esperan bajo los paraguas sin musitar nada con la mirada perdida en los dos pasos que esperan en el interior. Hay una sensación de impotencia grande, porque todo está preparado, listo para salir, pero algo les susurra que no va a suceder como otros años. Pese a que a las dos de la mañana las campanas de San Lorenzo den la hora en punto, no procesionarán los negros capirotes altos. En la puerta se ponen lazos morados que se quedan prendidos en las chaquetas hasta que, en lugar de cera en el suelo, haya albero, bombillas y farolillos en el cielo.
En la calle Bécquer tampoco hay sitio pero sí Esperanza. Tanta, que los sevillanos le han creado un trono de reina, de oro y plata, con el que recorre la ciudad en la Madrugá. Todo es distinto, se compran estampas, se hacen fotos y las caras son alegres. «La Virgen saldrá esta noche», asevera con certeza una vieja macarena, que cree que las nubes se «irán para otro sitio». La tristeza se reencuentra en San Antonio Abad, donde el Nazareno abraza su sagrado «kinnor» y mira desde arriba del paso. Hay lirios y azahares en las andas, pero muchos charcos en el patio donde, en horas, deben nombrar a los nazarenos, que responderán con el tradicional «está» de siglos de historia. En la plaza del Museo, una túnica de ruán pende en una percha y tras un cristal empañado. La luz toca el brillo y crea reflejos en el alfeizar, por el que discurren lentas gotas que pintan acuarelas en los adoquines que circundan los parterres y la estatua de Murillo. Hay una leve llamarada de sol desde la Puerta Real y nace una incertidumbre malsana en las miradas de camino a la Magdalena. Comienza la tarde del Jueves Santo a chorros, sin que se quiera pensar que será ésta la manera con la que empezará la noche: bajo un paraguas.
Las mantillas se han guardado en casa. Son muy pocas las mujeres que se han atrevido con la blonda, la peina, el raso negro y los tacones. No son prendas cómodas para el agua y la tradición tendrá que esperar de nuevo en los armarios. Tan sólo algunas sevillanas han antepuesto la tradición a la comodidad y sufren a cada paso que dan por la calle Cardenal Espínola la feminidad religiosa. Con el paso de las horas, la Esperanza pendulea entre los corazones y la razón de quienes no quieren oír ni ver las verdades de los partes meteorológicos. Cada cierto tiempo, escuchan la radio y se cierra un poco más el cielo, como la puerta de las iglesias por las que salen los pasos en Sevilla.
Una cervecita para aliviar las penas en Quitapesares
A Pepe Peregil se le puede ver cantando saetas desde los balcones. Cuando no hay cofradías a las que cantar, abre su taberna Quitapesares para atender, con ese nombre tan optimista, la pesadumbre de los costaleros de la hermandad de La Exaltación que no salió.
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