Crítica de libros

A 700 metros bajo tierra

A 700 metros bajo tierra
A 700 metros bajo tierralarazon

Octubre, 1996, un pozo de tantos que horadan la tierra asturiana. Tarde gris plomiza acompañada del típico «orbayu». Carretera sinuosa de un verdísimo valle que lleva a cumplir un sueño: bajar a una mina subterránea de carbón.


No era la primera vez que estaba en unas instalaciones mineras. Por circunstancias personales, mi vida está ligada al mundo de la minería. En los vestuarios y la lampistería me convierto en minera: mono, botas, casco y lámpara. El hormigueo en el estómago y las jocosas anécdotas del ingeniero nos acompañan hasta la «jaula» (ascensor del pozo). Descendemos. La luz del día desaparece bruscamente y me sumerjo en una profunda oscuridad. Encendemos la lámpara sobre el casco. En escasos minutos la «jaula» se detiene y noto la elevada temperatura, el aire sofocante, denso y un olor indefinible. Avanzo por la galería lentamente, de mi casco apenas sale un hilo de luz. De no ser por la sobrecogedora oscuridad, pensaría que estoy en un túnel de la superficie. A los lados maquinaria, vagonetas y cables; recorre el techo el conducto de ventilación; al fondo el impresionante panzer que devora la tierra para abrir más galería. Entre explicaciones técnicas, el «chap-chap» de nuestras pisadas y el ocasional y lejano traquetreo de las vagonetas rompiendo el silencio, llegamos a la «bocarrampla» (entrada al taller). Vetas de carbón estrechas y verticales a las que se accede realizando una labor de avance a modo de escalera.


Tanteo las mampostas (entibación, aquí de madera, para sostener el terreno) y realizando saltos casi acrobáticos comienzo a descender; bajo mis pies la plataforma metálica por la que se desliza la hulla hacia la galería inferior. El ruido del martillo neumático anuncia la proximidad de un picador; vamos hacia él atravesando una espesa capa de polvillo que se cuela por todos los orificios. Me ofrece su martillo de entre seis y ocho kilos. Apenas puedo sostenerlo. La complejísima posición que mi cuerpo debe mantener no facilita su manejo. Sólo es un segundo, no puedo imaginar estar así ocho o nueve horas día a día. Los músculos se empiezan a resentir. El calor y la humedad aumentan. Un pequeño agujero es el final del trayecto. Salto hacia la galería inferior sintiendo alivio. Tras el arduo recorrido, con inusitada camaradería, compartimos una bota de agua.


El ascenso es rápido. Alcanzo la superficie con el rostro tiznado, emocionada y agotada. He perdido la noción del tiempo. Las seis horas de la visita me han parecido una. La ducha relaja los músculos. El agua corre negra; durante días voy a seguir eliminando polvillo. ¿Miedo? No, no he sentido miedo. Sólo respeto, un hondo respeto.