Historia

España

Aquí nadie dimite

La Razón
La RazónLa Razón

Dice la RAE que «dimitir» es renunciar, hacer dejación de algo, como un empleo, una comisión, etc. No comprendo por qué tenemos ese verbo en la lengua española («dimitir»), cuando no avistamos ni de lejos la ocasión de usarlo, excepto para lo que conviene a este artículo. A una le gustaría que España fuese uno de esos países donde la gente –fundamentalmente en política y en negocios– acostumbrase a dimitir cuando cometiera errores de bulto, voluntarios o indeliberados; donde la dimisión fuese vista por los contribuyentes como un gesto respetable y digno, una muestra de asunción de responsabilidades, un síntoma claro de que el dimisionario no es un dipsómano del poder sino alguien en quien se puede confiar pues antepone el bien común al confort de su propio trasero. Me gustaría que España fuese uno de esos lugares en los que existe un arraigado concepto de la honorabilidad, en los que nadie lleva treinta años ridiculizando –a través de la educación y los «mass media»– la probidad y la honradez como si fuesen las enfermedades hereditarias de un pasado ignominioso.
España posee una tradición picaresca que nos ha regalado logros literarios como «El Lazarillo de Tormes», «Guzmán de Alfarache»… La novela picaresca, hija del Siglo de Oro español –de padre Renacimiento y madre Barroco–, es una reacción estética ante la idealización que mostraban las renacentistas epopeyas, las empalagosas novelas pastoriles o de caballerías…, en resumen: a la indigesta –e irreal– sentimentalidad precedente. La novela picaresca le quita el maquillaje a la literatura renacentista y, con los polvos y afeites, le arranca también el pellejo dejándola en carne viva. Y nos muestra desnudos. Hace la radiografía perfecta del espíritu español. Sí: «El espíritu español», ése cuya existencia muchos hoy día negarán a capa y espada, tachándolo de rancia entelequia, pero que persiste a través de los siglos. Se encarna en el pícaro de baja extracción social, el anti-caballero, el falso pecador que lleva el fracaso tatuado en la frente y que es consciente de que su malograda existencia no mejorará por falta de aptitudes propias y por el maldito determinismo de la vida que vuelve aciago su destino (de modo que, ¡aunque él quisiera, tampoco podría cambiarlo…!), y que por eso arremete contra el mundo, contra la «hipocresía» de la sociedad que lo excluye y en la que nunca conseguiría integrarse pues carece de méritos y, lo que es peor, él lo sabe…
En una tradición como la nuestra, en la que los héroes son anti-héroes que rechazan el trabajo y el mérito como instrumento de promoción social, no cabe la dimisión de un cargo público. La dimisión es vista como «dejación», como acto oficial de reconocimiento de la propia culpabilidad, cuando debería ser todo lo contrario. Un pícaro nunca dimitiría. Se lucraría mientras pudiera, hasta que otro más pícaro que él le diese una patada para ponerlo en la calle, su sitio.
(O sea: de «El Buscón» al «Faisán» o la «Gürtel», la vida sigue igual).