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Los rostros del poder
A la mayoría de los ciudadanos –que suele estar compuesta por personas nobles–, le cuesta entender la ambición del político por el poder porque, aunque la gente lo intuye vagamente, se le escapa el alcance que posee el aparato de dominación del Estado, y por tanto hasta qué punto hoy día gobernar es señorear de la misma manera que lo fuera en la antigüedad, pero por otros métodos. Ahora el control social se ejerce a través de la maquinaria del «partido», el instrumento, dicen, para «gobernar».
Ver a unos desembarcar e instalarse en el poder mientras se alejan los otros, siempre es un espectáculo del que puede sacar enseñanzas y provecho el lego en asuntos de mandamás. Por ejemplo, los rostros cambian: así los de aquellos ministros socialistas que hasta hace cuatro días eran los dueños del Monopoly de España y hoy se encuentran en la bancada de la oposición. Las imágenes que últimamente ofrece la tele de dichas filas reflejan unos rostros ya sin el antiguo brillo de exaltación del poderoso –que reluce eternamente, como la llama de la estatua al soldado desconocido, sin que haya combustible a la vista–, ahora están exentos de fuelle, presos de la abulia «superfétatoire» que transmite al trasero el asiento del escaño en la incómoda sala de espera de la oposición. Muestras semi vivas de la iconografía de la negatividad parlamentaria.
«Au contraire», los ganadores de la contienda electoral están que lo tiran: nuevos ministros y ministras que parecen modelos de anuncios de champú, o de ansiolíticos. Una sonrisilla como de acabar de conseguir la suprema contemplación estética, incluso tras anunciar que nos van a crujir vivos… Tan lustrosos y ufanos. «Y hasta guapos», diría incrédula usted, señora.
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