Afganistán
El jarrón libio
La cuestión que subyace a las fricciones entre los aliados es muy básica y muy vieja, y a la vista está. Hay un principio que guía la política internacional en tiempos en los que se dirime si se hace una guerra, cómo se hace y, principalmente, quién manda las tropas: «El que lo rompe, se lo queda». O sea, de la misma manera que el que en una tienda de regalos se queda y además paga el jarrón hecho añicos que de un codazo ha llevado al suelo desde la estantería (sin ser ésa su intención), el Estado que lidera una incursión terrestre asume los costes si el resultado es un destrozo en los órdenes material y humano, una situación de caos incontrolable inicialmente imprevista. Ésta y ninguna otra es la razón por la que Obama huye como de la enfermedad del mando de los combates en la guerra de Libia. Un avispero en el norte de África le asusta. Ya ha heredado dos piezas de porcelana que él no ha roto: Irak, una aventura que siempre rechazó en el fondo; y Afganistán, una segunda que cuestionó en las formas. No caben más tropiezos para Washington. No es asumible la sangría, se mire al presupuesto de defensa o a las cajas de pino que llegan cada semana a la base de Dover.
Ya dejó escrito el padre de la ciencia militar moderna, Von Klausewitz, que la guerra no puede ser un mero acto de pasión, sino que está dominado por un objetivo político cuya entidad determina los sacrificios necesarios para obtenerlo. Y ése es el otro freno de emergencia que tiene echado ahora mismo la coalición: difícilmente puede delimitarse la naturaleza de la misión si no hay consenso, rotundidad ni transparencia en el planteamiento de sus metas. Y la indefinición es el camino más corto y seguro para el desastre.
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