Crítica de libros
A vueltas con el reishi por Fernando Sánchez-Dragó
Anuncié en mi anterior columna que hoy seguiría hablando del ganoderma lucidum o, si renunciamos al latín y nos ponemos a hablar en chino, del reishi, que es como ahora se designa en todo el mundo esa seta de asombrosas virtudes salutíferas. Llevo tomándola, como dije, 18 años y seguiré haciéndolo hasta el mismo día de mi muerte. Convencido estoy de que, si me mantengo firme en tal propósito, tardará mucho tiempo en llegar ese momento y me pillará, cuando por fin lo haga, tan lúcido como el adjetivo que completa el nombre científico del hongo en cuestión. Espero, gracias, en no escasa medida, a él, morir de viejo, sólo de viejo, y por lo tanto de muerte natural y sin haber sufrido ninguna dolencia degenerativa. El reishi tiene muchas propiedades benéficas, pero si me obligan a resumirlas en dos palabras diría que es, por encima de cualquier otra característica, un regenerador y fortalecedor del sistema inmune. Reitero la advertencia de que el único reishi fiable, por el modo de elaborarlo, rompiendo la membrana molecular, y por el exquisito cuidado ecológico con el que lo cultivan, es el de origen japonés. Desconfíe el lector de todo aquel que venga de otra partes, incluyendo España, donde también empieza, tímidamente, a cultivarse. Marcas niponas hay muchas, porque el reishi, en ese país, está a la venta incluso en los supermercados, pero yo, sin menoscabo de las que no conozco, puedo poner la mano en el fuego por dos: el yoki reishi, que sólo cabe adquirir en su lugar de origen o recurriendo a internet, y el sumo reishi banzai, que está al alcance de cualquiera. Teclee el lector ese nombre en Google y lo encontrará. El miércoles –estoy en Tokio– recorrí durante quince horas la zona atomizada por el terremoto de Fukushima y, al comienzo y al término del trayecto, para paliar los efectos de la radioactividad, ingerí el quíntuplo de la dosis de sumo reishi que habitualmente tomo. El consumo de esa seta, en la antigua China, estaba reservado al emperador y a los miembros de su familia, cuya longevidad se hizo célebre. Tal privilegio pasó a la historia. Tenemos hoy la suerte de que cualquier plebeyo, como yo lo soy, puede beneficiarse de sus virtudes.
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