Historia

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Lo viejo muere lentamente

Se nota que vivimos tiempos de «ingeniería social», porque los toros son una fiesta que viene de muy lejos. No es la primera vez que se prohíbe

Busto romano del Minotauro, reproducido por el antropólogo norteamericano Jack Randolph Conrad en «El cuerno y la espada»
Busto romano del Minotauro, reproducido por el antropólogo norteamericano Jack Randolph Conrad en «El cuerno y la espada»larazon

Los toros constituyen una constante en la Historia de España. Desde la antigüedad, han formado parte de las aficiones más queridas sin que por ello hayan faltado los que han intentado –infructuosamente– acabar con las corridas. Al respecto, los nacionalistas catalanes son un grupo más. Las corridas de toros en el Mediterráneo se pierden en la noche de los tiempos. Los frescos de la civilización minoica nos muestran a hombres que, a pecho descubierto, se enfrentaban con los toros en un juego de arriesgadas piruetas posiblemente muy parecidas a las actuales corridas portuguesas.

La lucha contra los toros dio un salto cualitativo durante la romanización, cuando quedaron integrados en los espectáculos públicos, de acuerdo con el testimonio de mosaicos y pinturas. Con todo, fue durante la Edad Media cuando las corridas de toros no sólo quedaron consagradas como una diversión extraordinaria, sino que además se exportaron.

En 1492, cuando los Reyes Católicos expulsaron a los judíos de España y el Papa ordenó que en Roma se celebraran corridas de toros. Pretendía así rendir homenaje con una celebración típicamente española a unos monarcas que habían dado un paso ya recorrido por otros reyes europeos. Sin embargo, la Inquisición no terminaba de ver con buenos ojos las corridas. Consideraban algunos de sus familiares que aquel espectáculo no era digno de un buen católico. Convencido por sus argumentos, el papa Pío V los prohibió mediante su bula Salute Gregis, pero ni siquiera el pontífice logró disuadir a los aficionados. El Santo Oficio informó a Roma de que los españoles sorteaban la excomunión con un desprecio absoluto. No resulta sorprendente que Felipe II, verdadera espada de la Contrarreforma, lograra que el Papa Gregorio XIII levantara la prohibición en 1575.

Divididos en dos
Los Borbones –dinastía francesa a fin de cuentas– también intentaron erradicar la fiesta. En 1723, Felipe V dictó una prohibición que afectaba, sobre todo, a sus cortesanos. Fernando VI, sin embargo, se vio obligado a tolerarlas aunque intentando limitarlas a aquellas cuyos beneficios se destinaran a obras de caridad. Carlos III volvió a prohibir las corridas en 1771, pero el pueblo español no estaba dispuesto a renunciar a su afición. Muestra del fracaso del «mejor alcalde de Madrid» es que en 1805 Carlos IV reiteró la norma… con el mismo resultado. Ni siquiera la Guerra de la Independencia logró acabar con la Fiesta Nacional. Periódicamente, el tema volvía al Parlamento, pero la «España devota de María y de Frascuelo», como diría Machado, no estaba dispuesta a renunciar a las corridas y sus reyes estaban a la cabeza de los aficionados.

A decir verdad, los que se oponían a la tauromaquia –como Miguel de Unamuno– lo hacían más porque el espectáculo les aburría que porque lo consideraran cruel o indigno. Incluso cuando España no se dividía aún a causa del fútbol, se producían encarnizados debates entre los seguidores de Joselito y Belmonte. Ni siquiera un drama como la Guerra Civil española extinguió la Fiesta. Los toreros pudieron hacer el paseíllo puño en alto o con la mano extendida con el saludo romano, pero no dejaron de ejercer su arte. ¡Hasta Hemingway, antifranquista convencido, regresó a la España del aborrecido Franco para disfrutar de la tauromaquia! ¿Quién hubiera podido imaginar que el mayor ataque –un ataque que sólo tiene paralelos en la acción de la Inquisición– iba a proceder de la clase política de una región española que siempre sintió pasión por la Fiesta? Empeñado en cimentar su mitología, el nacionalismo catalán, una vez más, negaba la Historia de Cataluña.