Historia
Presidente en el Ritz
En la plaza de pueblo del Ritz, con cielos de lámparas de araña, Mariano Rajoy se presentó el día en que, al levantarse, debía ver al presidente en el espejo. Según Montanelli, para las grandes batallas, Julio César reclamaba un bisoñé. A Rajoy la ocasión le impuso un (nuevo) color de pelo, oxigenado, «caoba-promesa». Para los señores que nos mantienen abierta España, el mundo podría empezar en la frontera del Ritz: de este lado, la mala leche que da el café sin azúcar, la mitología de los triunfos del dios Neptuno y la competencia del Palace, donde Julio Camba se alquiló los últimos años de su vida; puerta rotatoria hacia dentro, ese aire de casino de país, con hombres apostando, desde el naipe del saludo, sus egos y sus destinos de premio gordo de la lotería. Fue el último viernes de junio cuando Mariano invocó a la Banca, a los grandes empresarios y a su tabla redonda, que a veces es cama, y decidido a coger los trastos de matar, a una conferencia de mañana le puso nombre de ritual de tarde: «La Alternativa». Rajoy se mostró más compacto, pero se había insuflado tal expectación que no se descartaba, como en el Waldorf Astoria de NY, ni la aparición de Carmen Amaya ordenando hacer sardinas en los somieres de las habitaciones. Al final, tras formular su pócima anticrisis, Rajoy se descolgó en Mariano para acercarse a los que están al otro lado de la frontera del Ritz: Sara Carbonero, dijo, no tiene ninguna culpa.
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