Crítica de cine
Origen (vigilado)
Vivimos en una era en la que nuestra intimidad está constantemente amenazada. Cámaras de vigilancia, escuchas telefónicas, asaltos al e-mail… parece que el único lugar en el que podemos estar seguros es en la propia mente, y que lo único que no nos pueden tocar son las ideas y las convicciones. O quizá ni eso, quizá la vigilancia y el ansia de control lleguen también a ese refugio del sujeto. Ése es el argumento de «Origen», la película de Christopher Nolan que se está convirtiendo en la sensación cinematográfica del verano. En el film, el sueño (espacio privado, íntimo e intransferible) se convierte en un espacio público y vigilado, y las ideas y convicciones (lo único que ya nos queda en propiedad) pueden ser expropiadas y manipuladas. La misión de los protagonistas es introducir una idea, inocularla, sugerir su concepción, su origen, para que el sujeto crea que es una idea propia, para que al final se acabe extendiendo, como un virus, por todo el organismo. Esto es, por supuesto, ciencia ficción, pero si uno lo piensa con detenimiento, la realidad no anda demasiado lejos. «Origen» hace evidente la manera en la cual funciona lo que algunos llaman el «capitalismo emocional», la última fase del consumismo que trabaja al nivel de los afectos y las emociones, intentando capitalizar y monitorizar esos lugares que están más allá del dominio de «MasterCard» y no se compran con dinero. Emociones, afectos, ideas, convicciones… y para todo lo demás, como decía el anuncio, «MasterCard». El problema es que ese «todo lo demás» ya no existe. Incluso en nuestros sueños opera MasterCard.
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