México
Por fin un héroe
Medianoche en Madrid. En la calle corre un viento helado, negro, indomable, castellano viejo con alma de escarcha que parece haber venido a enumerar nuestras miserias colándose por las ventanas, o quizás a amortajar el cadáver de una fantasía colectiva, o yo qué sé. Se oyen unas voces jóvenes, ansiosas. Comienza el fin de semana, que inaugurará un largo puente. Noches de rosas y «cubatas de soldado», de botellón, de fiesta. Me asomo al balcón y veo a un chico tumbado en mitad de la vía pública, dos crías casi adolescentes tratan de levantarlo, pero no tienen bastante fuerza. El muchacho es alto, guapo, bien criado. Pesará una tonelada para las frágiles manos enguantadas de las chiquillas que lo acompañan tiritando de frío y preocupación. No consiguen ponerlo en pie. Está borracho como una cuba. Intentan sacarlo a rastras de la calzada y subirlo a la acera antes de que venga algún coche, pero el chaval se desmaya. Se golpea la cabeza que resuena clamorosamente a hueco, a sueños ahogados en alcohol, a cosas rotas. Así, consigue espabilarse un poco, aunque no logra incorporarse ni un palmo. Sus dos amigas están nerviosas. «Arriba, Gonzalo, ¡arriba!», le grita inútilmente una de ellas, la más dispuesta.
Yo observo la tensa escena y ruego: «Sí, levántate, Gonzalo, no te rindas. Tienes que crecer todavía, y estudiar, y trabajar para pagar muchas deudas. Las tuyas, las de todos. Hay tanto que hacer… Ánimo». Pero el chico no responde a mis súplicas silenciosas ni a las alborotadas de sus amigas. Se ha manchado el abrigo con la suciedad del suelo. Tiene los ojos cerrados. Cerrados como el espacio aéreo español. Cerrados como varios negocios en esta misma calle.
«¡Levántate, Gonzalo…!». Lleva su tiempo pero, al fin, el joven consigue moverse por sus propios medios y los tres se alejan dando traspiés. Gonzalo se agarra a la pared de un edificio como si, en realidad, fuera él quien lo estuviese sujetando. Cuando dan la vuelta a la esquina, regreso a mis asuntos. Miro las noticias. Desalentadoras. El puente ha comenzado mal, con decenas de miles de pasajeros varados en los aeropuertos. Estado de alarma, dicen las autoridades. Riesgo país, por otro lado. El euro y sus pendencias.
Un niño sicario capturado en México. Degollaba a sus víctimas. (Era bueno en lo suyo). Veo un vídeo grabado en el Metro de Madrid. Un hombre pierde el equilibrio en un andén y cae a las vías. Los demás pasajeros tratan de avisar al conductor del convoy que está entrando. De repente, otro hombre –un policía de paisano, creo– salta a las vías y logra arrastrar el cuerpo del accidentado. Le salva la vida dos segundos antes de que el tren, que no consigue detenerse, lo arrolle. Viendo esas imágenes, el corazón me da un vuelco y tengo la certeza de que ese héroe anónimo no sólo acaba de salvar una vida sino que ha salvado el mundo para mí. Y siento que aún hay esperanzas porque cada día se producen los milagros.
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