Historia

Sevilla

Ciudad en tránsito

La Razón
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Nunca me gustó Madrid como ciudad para vivir y, sin embargo, es un placer estar allí de paso, uno, dos, tres días, con la pausa necesaria para aprovechar la estancia y el apremio viajero que te deja casi sin tiempo para deshacer el equipaje.

Suelo ir a Madrid por asuntos de trabajo, programado para el encuentro con personas por las que, además de la dependencia de una relación laboral, siento verdadero afecto, casi siempre gente del gremio periodístico o editorial, tipos que además de su amistad personal me ofrecen sus conocimientos capitalinos para hacerme más grata la estancia.

Ayer concluí veinticuatro horas de estancia madrileña, atraído hacia la capital por un encuentro con el director, realizador y guionista Ángel Peláez, compañero en la aventura de manufacturar un proyecto en el que de nuevo me confío al entusiasmo presupuestario de mi editor y amigo Alejandro Diéguez, que no parece haber escarmentado de nuestras relaciones anteriores.

Disfruté con el ameno Ángel Peláez de una mañana fresca en una de esas terrazas ventiladas de la plaza de Santa Ana. Más tarde se incorporó Rocío González, que venía desde Sevilla para sumarse con su entusiasmo de siempre a un empeño que por mi parte nunca se saldará con el fracaso de esa amistad plural con la que tanto disfruto.

Almorzamos juntos al pie de la Plaza Mayor, en «Botín», fortín gastronómico del siglo XVIII en el que todavía puede uno comer cosas que se sabe que en algún momento estuvieron vivas y engordaron comiendo en los pastizales con el hambre antigua y pecuaria de los corderos, cochinillos y terneras de antes, que se criaban para el placer, no para el negocio.

Fueron un menú suculento y una sobremesa animada. Y por la noche, cena que mi anfitrión reservó personalmente en «Lhardy», ahora con un menú más frugal y en un ambiente casi sin comensales, ateridos de veneración histórica y estremecidos por la idea de que en cualquier momento subiese caminando desde el Palace el memorable e irrepetible Julio Camba, aquel tipo de Vilanova de Arousa que fue capaz de convertir sus pufos legendarios en el legítimo orgullo de sus acreedores.

De regreso en Compostela añoro ahora esa capital que me procura una felicidad breve y expresiva, el Madrid en tránsito del que siempre me despido con la sensación de que es una de esas ciudades por las que aún vale la pena pedirle al taxista que te lleve al aeropuerto de Barajas a tiempo de perder el avión.