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La cultura de la catástrofe por Pedro Alberto Cruz Sánchez

La Razón
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El incontestable éxito de una cinta como «Lo imposible», de J. A. Bayona, no es un hecho que se pueda considerar como extraño. Desde hace algún tiempo, autores como Virilio o Baudrillard han resaltado el carácter central que la catástrofe tiene para una cultura como la contemporánea. No es que los conflictos bélicos, el terrorismo o la impredecible naturaleza se hayan coaligado para escenificar algunas de sus máximas realizaciones durante los últimos años, sino que, además, nuestra sociedad ha terminado por interiorizar la catástrofe como un aspecto íntimo de su ser. El cambio de paradigma se ha producido de una manera paulatina pero incontestable: del estado de pánico que podría definir la llamada por Ullrich Beck «sociedad del riesgo» hemos pasado a una atracción irreprimible por el final, a cierto placer por las situaciones apocalípticas. No está de más recordar que, de unos meses a esta parte, títulos como «Melancolía», de Lars von Trier, «Take Shelter», de Jeff Nichols, o, en un modo diferente, «Otra tierra», de Mike Cahill, han ahondado con cierta distancia analítica en los intersticios emocionales de las postrimerías, en las horas decisivas antes de la gran destrucción; en suma, en el descomunal drama que supone para el individuo enfrentarse conscientemente a la desaparición. Lo sorprendente de estos relatos no es ya tanto el advenimiento de una situación extrema cuanto el hecho de que exista un intento de racionalizar los procesos y demorarse en cada uno de los matices psicológicos que desgranan a los personajes. Parece como si hubiera llegado el momento en que la sociedad contemporánea necesita, no sólo explicitar sus miedos y elevarlos a la condición de espectáculo universal, sino, por añadidura, abarcarlos en la red del conocimiento, diseccionarlos, dividir su unidad en pequeñas partes más comprensibles para el conjunto de los mortales. No es discurrir en exceso si se afirma que la profundidad abisal que ha alcanzado la actual crisis económica ha generado en el individuo la urgencia de armarse emocionalmente frente a lo peor, como si la catástrofe hubiera tornado su carácter eventual y estruendoso en una naturalidad cotidiana que impregna cada mínimo y desapercibido acto.