Actualidad
Pequeño homenaje por Andrés ABERASTURI
En un congreso de médicos me pidieron que presentara una breve ponencia sobre lo que esperaba de los profesionales de la Sanidad no sólo el enfermo sino su entorno. Mi brevedad fue extrema y toda mi ponencia se limitó a dos palabras: «El milagro». Y creo que, en el fondo, es así a pequeña o gran escala. El objeto de trabajo al que se enfrentan cada día el conjunto de quienes componen la asistencia sanitaria, es la ruptura de lo natural, de lo esperable, de eso que apenas valoramos hasta que se quiebra leve o gravemente; trabajan contra el dolor, la impotencia, el miedo, la desesperación, el desconocimiento; trabajan frente a unos ojos que buscan el milagro, que lo exigen, que dan por hecho que el dolor no existe, ni la tragedia, ni la muerte y que para eso que les pasa de pronto y desbarata –en ocasiones brutal–ente– su confiada cotidianeidad, existe un remedio secreto que sólo el médico conoce. En situaciones más o menos graves, no buscamos científicos sino brujos, no queremos ver tras la bata blanca a un hombre o a una mujer sino a Dios. Pero no es así. Y les cercamos –tramposos– de dos formas: pidiéndoles que nos aseguren la curación o exagerando la tragedia no porque la creamos sino con el único fin de que nos la desmientan. No son brujos ni dioses, mal que nos pese, sino seres humanos que saben mejor que nadie que en su mundo de constantes vitales jamás ganarán la última batalla, que están condenados siempre a perder la guerra por la vida. Y ésa es, precisamente, su inmensa grandeza.
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