Crítica de cine
El tipo de las banderas
En una época en la que todo el mundo se empeña en rastrear su origen y buscar en las cunetas a sus muertos, a mí me tienta todavía la vieja idea de perder contacto con los datos reales de mi pasado, confundir mis recuerdos y reafirmarme en la interesada teoría de que la única manera de dominar la propia conciencia es convertirla en algo que sobreviene ajena a tus actos, un fenómeno que ocurre de manera casi improvisada, como si cada remordimiento pudiese ser un capricho. Sería algo así como dirimir una partida de cartas modificando las normas del juego según convenga en cada lance. A conseguir esa nubosidad emocional ayuda mucho la circunstancia de ser un hombre desordenado que desiste de la realidad a medida que caducan sus documentos. Se cuentan con los dedos de una mano las personas que me tienen en sus fotos y son también muy pocas las que verdaderamente conocen cosas precisas sobre mí. Sólo he tenido un par de auténticos amigos en toda mi vida, pero mi relación con ellos ha sido tan poco entusiasta que puedo decir que perder su amistad ni siquiera me supuso un dolor que pudiera considerar insoportable. El resultado de ese aislamiento social y de semejante distanciamiento biográfico han sido interminables y oscuros años de una férrea y estoica soledad emocional que me ha convertido en un tipo capaz de aceptar el sufrimiento con la misma serenidad que si su dolor fuese una conquista. He llegado a dominar mis emociones hasta el punto de que sería capaz de motivar la tristeza de alguien aunque sólo fuese para conseguir que disfrute con mi consuelo. En mis relaciones sentimentales se me ha dado bien conseguir la proximidad emocional de unas cuantas mujeres, aunque he de reconocer que mi especialidad ha sido siempre llenarlas de incertidumbre y de dudas, de modo que nunca supieron si a nuestra próxima cita acudiría en persona o me haría representar por una nota autógrafa y funeral que les entregase a deshora en su mano mi barman de cabecera. ¿Me odiaron alguna vez por eso? Sinceramente, juraría que no. En realidad nunca supieron muy bien a qué hombre echar de menos, si al tipo entusiasta que acudía con una flor a la cita o al que se desvanecía lentamente hasta que su único rastro fuese una emocionante frase malentendida con letra insomne en las dobleces de un papel. ¿A quién podían odiar? Yo era sólo un tipo que se daba prisa para entrar en sus vidas y no se detenía hasta acertar con la salida, a menudo casi sin darles tiempo a cambiar de ropa, como un apátrida necesitado de raíces y de afecto que sin embargo corre de un lado para otro huyendo de las banderas que él mismo iza en cada país que pisa.
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