Historia

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Furia de seda (II)

La Razón
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Yo siempre he creído que la prisa echa a perder la elegancia y que ni siquiera en la dramática circunstancia de un naufragio hay que perder la compostura. El general George Patton pudo haber entrado en la Historia como un tipo elegante si no fuese porque le corría prisa ganar la guerra. Era frecuente que perdiese la calma y se enfureciese con sus soldados. Es conocido el odio que le profesaba al británico Bernard Montgomery, al que le reprochaba su exceso de miramientos y el tiempo que perdía en acicalarse y en reflexionar.

A Patton le parecía más admirable el mariscal Erwin Rommel, aquel tipo audaz y reservado que al caer en desgracia con Adolf Hitler aceptó el suicidio antes que admitir el deshonor y se quitó la vida con entereza y en silencio, con un sorbo de cianuro, después de haber sido el táctico más relampagueante de la historia militar. ¿Era elegante Rommel y no lo era en cambio Patton, a pesar de ser dos hombres de acción? ¿Y se puede considerar elegante a un tipo como Montgomery, que jamás tomaba una decisión firme sin antes asegurarse de tener puesta la boina y estar perfectamente afeitado? A mí me gustó siempre la facilidad de Patton para mezclar la furia con el lirismo y en ese sentido creo que fue también un tipo elegante, tanto como lo fue sin duda el discreto Rommel, en cuya guerrera el polvo del desierto parecía una parte más del uniforme. Bernie Montgomery era de una elegancia afectada, casi femenina, con un sutil toque de florete, una elegancia con esgrima desde luego muy inglesa, en principio poco adecuada para un hombre que tenía en sus manos una parte del destino del mundo. A Patton le perdieron sus propias prisas y a Rommel lo enterró la prisa del furioso Hitler. Montgomery les sobrevivió con una vida discreta, sin glamour, en un relativo anonimato agropecuario lejos del frívolo bullicio de la postguerra, como si después de haber sobrevivido a la los horrores de la contienda temiese resultar destruido por los fastos sociales de la paz.

Al relampagueante Erwin Rommel lo derrotó su conciencia y a George Patton lo relegó su arrogancia. De Bernard Montgomery se dice que era menos brillante que ellos, pero, ¡que demonios!, envejeció con esa lenta elegancia tan inglesa que hace que a un hombre su conciencia le cause menos daño que la sensación de llevar arrugados los calzoncillos.