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La disciplina de la norma
A principios de los años 90, el fotógrafo alemán Wolfgang Tillmans acaparó la atención de especialistas de todo el mundo por el especial cuidado que puso en representar la sensibilidad e ideología subyacente en la llamada cultura de club. Los locales atestados de jóvenes moviéndose al ritmo hipnótico de la música electrónica se convirtieron en el icono de una generación cuyos componentes ansiaban la inmersión en una experiencia de libertad, capaz de borrar la identidad de cada individuo participante y reducirlo así a un mero «cuerpo entre cuerpos». Con el paso de los años, estas «situaciones de solidaridad» en las que se fundamenta el ideario de la «cultura de club» se han trasladado al marco de los macrofestivales musicales que jalonan la geografía musical, y que, edición tras edición, vienen a confirmar que, como señala George Yudice, a día de hoy no existe mayor experiencia de comunidad que la propiciada por los multitudinarios conciertos de música. Al ejemplo reciente del Sonar –que reunió a ochenta mil personas en su recinto de celebración–, hay que sumar igualmente los casos paradigmátios del SOS 4.8, Primavera Sound y Benicassim, en tanto que evidencias palpables de la dimensión social incomparable que la música tiene la hoy. Es más, cualquier estudio que pretenda arrojar luz sobre la estructura antropológica de la sociedad contemporánea ha de elegir como materia nuclear de reflexión estas grandes concentraciones de gente alrededor del hecho musical. Ahora que tan de moda está el concepto de «democracia horizontal», no estaría de más que todos aquellos que reclaman esta ausencia de jerarquías recapacitaran sobre el comportamiento de estas multitudes festivaleras. El propósito de todos aquellos que las conforman no es otro que olvidar su identidad (racional) en beneficio de la disolución de sus diferencias en un único momento emocional, dentro del cual se sienten sustraídos a la disciplina de la norma.
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