Novela
Huesos rotos
Hay una clásica cicloturista, la Quebrantahuesos, que ni siquiera por el nombre exige la dureza del Tour, de este Tour. El parte facultativo de cada jornada, más próximo a lugares tan inhóspitos como Afganistán que a la campiña francesa, invita a una reflexión sobre la crónica de sucesos cuya respuesta sólo puede ser una: estamos todos locos. El organizador, por intentar meter un camello por el ojo de una aguja y convertir las carreteras –«más estrechas de lo habitual», denuncia Contador– en un campo de minas y devaluar con su frivolidad el reglamento (el atropello de Flecha y Hoogerland por un vehículo de invitados no tiene nombre). Los directores, por no frenar los ímpetus de sus corredores en lugares donde la única recompensa puede ser una fractura y por no velar por la salud de sus pupilos. Los ciclistas, fatalidad al margen, por no tomar las precauciones debidas y por asumir sin rechistar el rol de trapecistas sin red (sabido es que, si a un ciclista le dicen que mató a Manolete, lo firma; carece de voluntad o sólo la utiliza en la carretera, como Islero en la plaza). Los McQuaids de turno, porque lo que ellos llaman eufemísticamente espectáculo son vulgares ingresos, una mala suerte de SGAE que vive de la sangre de los autores o pedalistas. Y los medios, también, por ser cómplices de esta ceremonia eróticofestiva y confundir, a veces, la épica con la magnesia.
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