Artistas
Antonio Camachó celebró su ascenso en la discoteca por Jesús Mariñas
Los casi cien asistentes a la entrega de los premios Dedales de Oro en el Teatro Kapital de Madrid, que se celebró el pasado jueves 30 de junio, no se lo podían creer. Alguno incluso se frotaba los ojos y se preguntaba perplejo aquello de ¿es o no es? Sus compañeros de mesa confirmaban que sí era y, en un grupito presidido por Javier Larraínzar, vicepresidente de los premios, asentían complacidos con un: «Sí, es Antonio Camacho». No anticiparon nada más, aunque todos mantenían el secreto de su próxima confirmación como ministro de Interior. Desde la mesa inmediata a la del juez Pablo Ruz –hoy enfrascado en el escándalo de Teddy Bautista «and company»–, lo retrató Pepe Botella, el rehabilitador oficial de nuestros famosos, una especie de cirujano que, cámara en mano, los deja como los veinteañeros que fueron, aunque tarde tres días en retocarlos, como hace con Preysler. Bromeando con Agustín Trialasos, el hasta entonces secretario de Estado de Seguridad quiso acentuar su anonimato con un traje oscuro. Contrastó con la apostura siempre risueña de Fernando Verdasco y con el aire plácido y satisfecho de Jaime Cantizano –que dejó de cenar para correr a otra cena flanqueado por Charlie, su representante–.
Fueron boqueadas de un calendario lleno de citas, adioses rápidos y expectación en estos premios Dedales de Oro que reconocieron la categoría de Cayetana Guillén Cuervo, Anne Igartiburu y Aitana Sánchez Gijón. La discreción de Camacho no la remarcó la escolta que llevaba, compuesta de cinco miembros. Marchó antes de acabar y dejó interrogantes en la pista de baile, donde Julio Ayesa era un incansable «Diablo Cojuelo» que realizó numerosas salidas a la puerta para echar humo. Estaba encendido. Lo propiciaba el calor y lo imitaban Valentín Paredes y Nacho Jacob. La acera estaba atiborrada y la salida del ya hoy ministro de Interior, en coche y escoltado, levantó cierto runrún curioso que se diluyó en la madrugada.
No se disipa, sin embargo, lo provocado por la boda monegasca de Alberto. Compañeros que fueron testigos del acontecimiento cuentan que el príncipe parecía despegado de su ya esposa, «a la que durante el concierto nocturno no dedicó ni una mirada ni una sonrisa». Parecía escena digna del mejor cine de intriga o aquellos peliculones que Grace Kelly hizo como nadie con el fondo almibarado del Hotel de París o el más reciente Loews de Montecarlo, que perteneció a Ricardo Sicre, íntimo de Rainiero –del que era asociado como cualquiera que quisiera negociar en la zona–. Ana Obregón fue pareja de Sicre y, en sus ansias de acercarse al príncipe Alberto, lo confundió con un engalonado portero: la bióloga se había olvidado las lentillas.
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