Berlín
La Berlinale cabalga de nuevo
La Berlinale nació como un evento eminentemente político promovido por los aliados –Estados Unidos a la cabeza– como escaparate de la producción de cine mundial en una ciudad dividida que quería renacer de sus cenizas a toda costa.
Es lógico que haya sido, por tradición, un festival concienciado, aunque en su 61ª edición, esa línea de programación parece más una excusa para camuflar la ausencia de estrellas y de cine de relumbrón que para defender una postura comprometida con el mundo. Como antídoto a tanto politiqueo, los Coen inauguraban ayer fuera de concurso la Berlinale con «Valor de ley», western modélico que, no se cansaron de repetirlo, no tiene nada que decir de la contemporaneidad. Es un western, y punto. O ni siquiera es un western.
«Pongamos la etiqueta ‘‘western'' entre comillas. La lectura mítica del género la hizo John Ford. Ni siquiera estoy seguro de que la novela de Charles Portis sea un western. Lo es porque ocurre en Estados Unidos, en la segunda mitad del siglo XIX, pero es una historia universal», explicó Joel Coen. «Si lo es, lo es por accidente». Fue la respuesta más larga del hermano mayor, el lacónico, que matizaba, con más indolencia que interés, las breves intervenciones de su hermano menor, Ethan, el cínico, que insistió en que la novela de Portis, que se publicó por entregas en el año 1968 en el «Saturday Evening Post», fue la única fuente sobre la que trabajaron.
El icono Wayne
La primera adaptación al cine, dirigida por Henry Hathaway en 1969 y por la que John Wayne ganó su único Oscar, es, para los Coen, «irrelevante». «Éramos unos críos cuando la estrenaron, y no hemos vuelto a verla. Es el único recuerdo que tenemos de ella, y es muy vago. Esto no es un remake», puntualizó un desganado Ethan Coen. Como el clásico de Hathaway parece que no ha calado demasiado en el ánimo creativo de los autores de «No es país para viejos», ¿qué tal John Wayne? ¿Es una sombra para la interpretación de Jeff Bridges? «Wayne era un icono, eso es indudable, pero nunca formó parte de mi experiencia cinéfila, no tengo ninguna conexión emocional con él», sostuvo Joel Coen. Pronto intervino Josh Brolin, que se pasó casi toda la rueda de prensa riéndose de las preguntas de los periodistas hasta encontrar la ocasión de meter baza y sentar cátedra: «Adoro las creencias políticas de Wayne». Pausa, y se pone serio. «Cuando piensas en el "Valor de ley"de Hathaway, recuerdas a Wayne, no a la película. Creo que los Coen han intentado hacer otra cosa siendo fieles a lo que intenta Portis en la novela, que es crear un idioma que nosotros hemos tenido que aprender, una lengua vernácula propiamente americana. En cuanto a Wayne, es fruto de un sistema de valores muy simple. Un intocable. Como Reagan». Jeff Bridges se mostró más respetuoso con sus mayores, elogió el trabajo de Wayne en «Río Rojo» y recordó que su presencia trascendía el oficio de actor. Bridges, que está nominado al Oscar por su interpretación de Rooster Cogburn, el sheriff tuerto que se transforma en figura paterna de Mattie Ross, masca el idioma que Portis inventó, y lo regurgita en un gruñido o en un murmullo inaudible. «Era lo que más me preocupaba de mi trabajo», confesó. «Trabajar lo que me parecía natural y consistente en el personaje, en su manera de hablar, y lograr que esa singularidad fuera inteligible por el público». Uno de los grandes hallazgos de la película es el oído de los Coen para el diálogo: el ritmo y el tono de las palabras definen a los personajes, hablan de su psicología. En la larga y extraordinaria secuencia en la que Mattie negocia con un mercader para revender ciertas posesiones de su padre con el fin de obtener dinero suficiente para contratar a Cogburn, la actriz Hailee Steinfeld parece trabajar su diálogo con un metrónomo pegado a los labios. «Una vez me aprendí mis réplicas, estaba chupado», afirmó esta debutante de catorce años. «Le pedías que se subiera a un árbol altísimo mientras nevaba y te decía ‘‘no hay problema"», apostilló Joel Coen.
En trece días, «Valor de ley» lleva recaudado más dinero que lo que hicieron en taquilla las primeras siete películas de los Coen en trece años, casi 150 millones de dólares sólo en Estados Unidos. Bridges tiene la teoría de que el éxito de la película es acumulativo: que, por fin, el público americano se ha dado cuenta de lo buenos que son los Coen y están intentando compensar su ignorancia comprando entradas para ver un western sin aditivos ni colorantes.
Artesanos del relato
Aventuramos otra: aunque los Coen se resisten a ser reflexivos, obcecados en reivindicar su condición de artesanos del relato, es evidente que lo que han hecho en «Valor de ley» es rescatar el mito fundacional de América desde una inocencia que ya a estas alturas no puede ser inocente. No es casual que el personaje más adulto, más maduro, de la película, sea una adolescente que contempla, desde la curiosidad y el empecinamiento, cómo se forjan los cimientos de un país donde la violencia y la muerte campan a sus anchas. Los Coen dirán que no se trata de una película contemporánea, pero nos atreveremos a contradecirles: a la luz de la guerra interna que agita el espíritu de una nación siempre dispuesta a reconstruirse, es necesaria una mirada limpia y consistente que sea capaz de mirar sin ira y volver los ojos hacia el pasado. Resultará que «Valor de ley» es una película tan política como el resto de la programación de la Berlinale…
El asiento vacío de Panahi
En la puesta de largo del jurado de la Berlinale, el asiento de Jafar Panahi estaba vacío. Fue un modo de recordar el lugar al que pertenece el cineasta iraní, el lugar que le ha sido arrebatado por los ánimos dictatoriales de Ahmadineyad. La Berlinale no ha cesado de emitir comunicados de solidaridad con el director de «El círculo» convirtiéndose en una plataforma de protesta contra la falta de libertad de expresión en Irán. Salpicando toda la programación, y utilizando «Offside» como mascarón de proa el próximo 11 de febrero (aniversario de la Revolución Islámica), varias películas de Panahi se proyectarán para rellenar el hueco de su forzada ausencia. Como colofón, el certamen organiza una mesa redonda con cineastas y artistas iraníes para debatir las dificultades con las que se topa un creador en una sociedad adicta al discurso único.
Panahi es ahora un icono de la censura totalitarista: condenado, junto a su colaborador Mohammad Rasoulof, a seis años de cárcel por «hacer propaganda contra el régimen», no podrá viajar ni conceder entrevistas durante las dos próximas décadas. Isabella Rossellini, presidenta del jurado, quiso reivindicar la importancia de esa butaca vacía situada a la derecha de su melena corta y su vestido negro, pero también destacó que el jurado que preside no tomará decisiones políticas. A su lado, el cineasta canadiense Guy Maddin, amigo y cómplice, perro verde de las nuevas vanguardias, evocaba brevemente su querencia por los melodramas mexicanos de los años 30 y 40, recordaba con agrado su estancia en un lejano festival de Sitges (que le descubrió en España) y declaraba que lo suyo son las películas artísticas. Raro será que este jurado tan peculiar como excéntrico –que completan la diseñadora de vestuario Sandy Powell, la productora Jan Chapman, la actriz Nina Hoss y el actor y director Aamir Khan– conceda premios pensando en su significado político.
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