Actualidad

Lavamanos y fidelidades por José Jiménez Lozano

La Razón
La RazónLa Razón

Sin pensar muy mal, me parece que si decimos, ahora mismo, a personas de una cierta edad que alguien no se ha querido comprometer y «se ha lavado las manos como Pilato» no saben a lo que nos referimos, ni entienden esa tópica locución en absoluto, por la sencilla razón de que el conocimiento ha enflaquecido notablemente, y queda rastro de muy pocas importantes, y, desde luego no de Pilato, quien, sin embargo, ha sido la figura –persona y cargo– más universalmente conocida durante dos mil años. Y esto sin tener gestores de su fama ni tampoco haber pagado ni una moneda de cobre para comprarla, y esto ocurría así porque cada vez que los cristianos rezan su Credo –y todavía son un buen número de ellos– recuerdan o pronuncian el nombre de este Procurador romano a quien le tocó la tarea de administrar aquellos territorios del Imperio, lejanos y de difícil acomodo para un romano entre gentes orgullosas e hipersensibles respecto a su religión y a su dignidad personal y colectiva; y Pilato no es que fuera precisamente un paradigma de tacto político, para decirlo suavemente.

Pilato había llegado a la administración desde la milicia, ya que pertenecía al orden ecuestre, y no había hecho mala carrera, pero no era hombre de mundo. Entró en la vida política protegido por Sejano, y fue nombrado prefecto el año 26. Pero tuvo mal comienzo su gobernación colonial, porque se le ocurrió introducir en el Templo de Jerusalén los estandartes de la milicia con la efigie de «Divus Caesar», el Divino César Tiberio, cuya imagen y título de deidad los judíos no podían admitir; y tuvo que retirarlos. Pero, luego, tuvo que enfrentarse con una seria protesta popular, una verdadera sedición que tuvo que reprimir, y en Roma, lógicamente, no gustaban estas cosas, preferían las maneras firmes pero que parecieran suaves.

Filón nos hace un retrato casi al odio de Pilato, mostrándonos su mandato como un conjunto de violencias, represiones, torturas y ejecuciones sin juicio, y a él mismo como un hombre de una crueldad espantosa. Pero aunque a veces fue, sin duda, brutal y expeditivo, no puede decirse que se diferenciase mucho de otros prefectos, procuradores o legados, y estuvo en el cargo diez años. Aunque, al final de ellos, Vitelio, el legado de Siria, le envió a Roma para que diese cuenta de su responsabilidad por una represión, que fue especialmente sangrienta, contra un grupo de fanáticos samaritanos. Aunque quizás la cosa no hubiera tenido mayores consecuencias, si su protector Sejano, que ya le había obtenido incluso el preciado título de «Amicus Caesaris», o «Amigo del César» no hubiera sido asesinado antes de estos hechos. Y, por lo demás, Pilato había hecho sus amistades en Jerusalén, y construyó para la ciudad un abastecimiento de aguas realmente moderno. Y, si la conversación de Pilato con Jesús fue del tono que se nos indica, tendremos que decir que el Procurador era, además, un hombre de preocupaciones intelectuales. «¿Qué es la verdad?», preguntó, dubitativo, pero esto es algo que a nuestro mundo ya no le preocupa, así que Pilato tiene pocas probabilidades de ser recordado. No se hacen las famas con estas preguntas.

Y menores posibilidades famosas tiene San Pedro, cuyo renombre, durante los mismos miles de años, no iba a la zaga del de Pilato, y del que todo el mundo recordaba la fogata nocturna a la que se había acercado, su traición y luego su arrepentimiento cuando oyó cantar a un gallo. Y entre los artistas que han plasmado la escena inevitablemente recordamos a George de la Tour, que tiene dos hermosísimos cuadros que nos dicen amargamente lo tentador que es renegar de algo o de alguien, juntamente con otros, ante una hoguera, en tiempo frío. Esto es, cuán difícil es la fidelidad, cuando se nos reprocha que no estamos con el espíritu del tiempo ni del pueblo, sino que se nos ha visto en compañía de algo o de alguien que la mayoría aborrece.

 

José Jiménez Lozano
Premio Cervantes