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Sabino Arana y Guerra Garrido

La Razón
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Todos los años por estas fechas los seguidores de Sabino Arana Goiri van a homenajear al fundador del nacionalismo vasco al cementerio de Sukarrieta (Pedernales), en pleno Urdaibai, cerca de donde la Diputación de Bizkaia, bajo la égida del sabiniano José Luis Bilbao, el mismo que le reprocha a Patxi López su «obsesión» con España, se propone levantar un Guggenheim 2, pese a la oposición del actual Gobierno vasco. Esta efeméride es para los nacionalistas vascos la ocasión más entrañable para recargar cada año sus convicciones abertzales. Andoni Ortuzar, otro sabiniano, actual burukide máximo de Bizkaia, mientras espera el día con ilusión, dice que los socialistas «han vuelto a sacar la navaja», con motivo de un rifirrafe en el Parlamento vasco entre Patxi López y el portavoz peneuvista Joseba Egibar. Quien conozca las obras de Sabino Arana sabrá que «sacar la navaja» era uno más de los sambenitos que éste les tenía colgados a los inmigrantes españoles de su época, que llegaban por miles al calor de la primera industrialización. Para que luego me digan, cuando escribo de estas cosas en la prensa de Bilbao («El Correo», 3 y 7 de noviembre), que estoy «fuera de contexto» porque hablo de los maketos.

El nacionalismo vasco es una ideología que no se entiende sin España y sin su historia. Estudiarla un poco es adentrarse en las profundidades del siglo XIX en dos aspectos clave de nuestro pasado y de nuestra identidad común: la religión católica y algo que era entonces moneda corriente en toda Europa, incluida España, y que luego tuvo las derivaciones conocidas, la raza. Todos los europeos hablaban entonces de raza, con la peculiaridad de que las razas en decadencia eran las latinas y las que estaban en auge eran las anglosajonas. Sabino Arana aprovechó la coyuntura y, vistos los síntomas que luego llevaron a España al «Desastre del 98», no esperó más y decidió desvincularse del mito vasco-iberista, que colocaba a los vascos como los primeros pobladores de la Península Ibérica. No hizo lo mismo con el prestigio que los vascos habían recibido secularmente de España: la hidalguía universal. Ése se lo quedó. Y por lo que respecta a la religión, Sabino Arana era un integrista más de su tiempo, rabioso porque la España canovista había sido reconocida por el Papa de Roma. Los integristas siguieron considerando que los únicos católicos de verdad en España eran ellos y, como el País Vasco estaba trufado de carlistas e integristas, Sabino Arana no tuvo que esforzarse mucho para convencer a sus paisanos de que los maketos no eran ni podían ser católicos integérrimos como los vascos, porque pertenecían a otra raza, mezcla de todas las que habían invadido la Península a lo largo de su historia.

Todos los nacionalistas de todo el espectro ideológico actual redimen al fundador de su ideario racial-integrista («tonterías que se decían entonces»), aunque, eso sí, las dos consecuencias capitales que se deducen del mismo las siguen tomando como guía de su actuación y de sus anuales homenajes: primera, que para ser vasco de verdad hay que pedir la independencia respecto de España; segunda, que en esa tarea los líderes siempre serán los que tengan apellidos nativos, seguidos por quienes demuestren, en su amor a las esencias patrias, que están por la misma labor que la vanguardia nacionalista; y nunca mejor dicho lo de vanguardia, puesto que desde los estudios del estadístico José Aranda (revista «Empiria», UNED, nº 1, 1998), sabemos que los ciudadanos vascos que a día de hoy tienen los dos primeros apellidos euskéricos no son más del 20% de su población total.

Los que procedemos de la inmigración española en el País Vasco, aquellos a los que Sabino Arana y sus seguidores llamaban maketos, siempre hemos estado fuera de contexto en el propio País Vasco en el que vivimos, trabajamos, estudiamos e incluso intentamos hablar euskera también, sin por eso ser independentistas, algo que no se entiende tampoco ni dentro ni quizás fuera del País Vasco. Además, como encima de que pensamos así no tenemos apellidos euskéricos, nadie nos reconoce como vascos, ni dentro ni fuera del País Vasco. Y eso que representamos con holgura a la mitad de la ciudadanía vasca actual. Nadie como Raúl Guerra Garrido ha novelado esta forma de vivir sin vivir de los vasco-españoles no nacionalistas y no nativos en el País Vasco contemporáneo. Desde aquí le rindo, de nuevo, mi particular homenaje.


Pedro José CHACÓN.
Profesor de Historia del Pensamiento Político en la UPV-EHU