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Bragas de amianto por José Luis Alvite

La Razón
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Recuerdo mis días nihilistas y libertarios, los momentos soviéticos de propensión a la orfandad civil y al caos revolucionario, cuando las cosas que bebía me hacían el mismo efecto opiáceo que las cosas que pensaba. Creía entonces que la pobreza no tendría que ser la consecuencia de una fatalidad, sino el resultado de una conquista, y no me molestaba que los pensamientos de los comunistas se pareciesen tanto a los de los franciscanos. El periodismo me abrió luego los ojos a una realidad cruda y distinta, a un tiempo implacable y objetivo en el que me di cuenta de que había ciertas ideologías que cundían con la misma facilidad con la que se propagaba la peste en los pueblos con las defensas diezmadas por la falta de higiene. Un día miré a mi alrededor y me di cuenta de que no había en ninguna de las manifestaciones callejeras ni una sola de las chicas guapas e indolentes que recordaba haber visto cruzadas de piernas en las terrazas de los bares. ¿Sería que la derecha se miraba en los espejos en vez de en los libros? Me entró entonces la duda de que el comunismo no fuese una ideología, sino un rencor, un credo que se adoptaba por resentimiento más que por convicción, una forma de ser y de pensar que se incubaba por falta de aseo. Me fijé entonces en la cantante Ana Belén, que era comunista y atractiva a la vez. Fueron momentos de duda razonable. ¿Sería Ana Belén el cebo estético de aquella ideología sin sexo que aspiraba a que los hombres y las mujeres compartiesen el urólogo, la lucha social y el retrete? Estoy ahora en una fase escéptica de reajuste ideológico. ¿Será por eso que creo que Ana Belén es rica a su pesar y que en realidad aún compra sus bragas de amianto en el economato del Kremlin?