Libros

Libros

Ciudad de la alegría

La Razón
La RazónLa Razón

Sólo por el torbellino de alegría que los chavales han derrochado a manos llenas, la JMJ nos ha salido más que rentable y saludable a los españoles, enganchados desde hace tiempo al ansiolítico y la mala sangre. Estos chicos nos han refrescado las espesas horas de un ferragosto que en Madrid tiene el sabor de la condena y hemos añorado con un nudo en el estómago no pertenecer a su tribu universal para cantar a la vida apenas estrenada, para bailar ante toda la vida por delante. Por fin una inyección de optimismo frente a tanto titular tenebroso: «La economía se estanca. Las bolsas se hunden. Las deudas aumentan. No hay crédito, no hay empleo, no hay luz al final del túnel. Estamos mal, pero estaremos peor»... Porca miseria, terreno abonado para que broten, como hongos en mayo, los cantamañanas de la sopa boba y la mano larga con pensión en Sol. Pero a mediados de mes, Madrid amaneció de fiesta. Por unos días, esta ciudad de nuestros pecados se esponjó como una enorme fonda hospitalaria en la que toda la chavalería universal halló aquí lo más parecido a un hogar. En sus calles de siglos adustos sonó el taconeo de la sonrisa franca y espontánea, como una gran velada de fin de curso. Nunca antes tantos vecinos abrieron las puertas de sus casas a unos jóvenes en los que podían reconocer al hijo, a la hermana, al amigo, al compañero. Madrid a cielo abierto, sin miedo, amable y de corazón caliente. Madrid hormonal y adolescente, como recién regado, soñador y creyente. Pontifical y tierno, con cristos procesionando la «madrugá» en pleno agosto. Milagrosa catársis de una ciudad que está hasta el pirulí de capullos, chinches y parásitos con coartada ideológica, harta de matones de esquina que sacan pecho ante niñas asustadas. Madrid, al fin, reivindicado como plaza barrida a los cuatro vientos y poblada de ideales insomnes. Echaremos de menos a esos chavales ingenuos de sonrisa de cascabel que miran al futuro con hambre de conquista. Ya los estamos echando de menos. Los mejores se han ido y ahora nos toca bregar con el recuelo ácido de los «indignados» del 15-M, máscaras de la frustración que si tuvieran lucidez, cierto orgullo o, simplemente, algo de coraje, harían el petate, enfundarían la flauta y sólo regresarían a Sol para comer las uvas.