
Hungría
Húngaros torpes

Ya pertenecíamos a la Comunidad Europea cuando empezaron los años de plomo de la Justicia. Años después, el «Programa 2000» del PSOE desveló las claves, la hoja de ruta de la política judicial iniciada en 1985: como la Justicia era un reducto franquista, había que depurarla y controlarla. De un Consejo General del Poder Judicial elegido por los jueces se fue a otro elegido por los partidos políticos; se jubiló anticipadamente a centenares de jueces; se depuró el Tribunal Supremo –contra el que clamaba Guerra porque molestaba para gobernar– o se creaban los Tribunales Superiores de Justicia, con unas Salas con magistrados elegidos por los partidos. Mediaban los ochenta y se traicionó el modelo constitucional de Justicia. Y aún no nos hemos recuperado
No extraña que la Justicia todavía salga malparada en la estima de los ciudadanos. No extraña que, con mayor o menor razón, se dude de la independencia judicial cuando en 2008 decía la prensa con total naturalidad que el presidente del Gobierno –tras haber designado al presidente del Congreso de los Diputados–, comunicaba al líder de la oposición quien sería el próximo presidente del Tribunal Supremo. Todo un homenaje a la separación de poderes. Añádase un Fiscal General del Estado gubernamental y tendremos un poder Ejecutivo que es, más que Poder, poderoso, y un Judicial menguante, que de Poder evoluciona a servicio público dependiente de los Ejecutivos central y autonómicos. El círculo se cierra con el Tribunal Constitucional cuyos ropajes judiciales apenas visten lo que con frecuencia se empeña en ser: una tercera cámara parlamentaria formada por los partidos políticos.
Recuerdo todo esto a propósito de la eurohisteria reinante por la nueva Constitución húngara. No escondo mi satisfacción, tampoco mi preocupación ni mi sorpresa. Satisfacción porque proclame que la vida humana comienza con la concepción, que haga referencias a sus raíces cristianas, que se refiera a la familia natural o regule el matrimonio como la unión entre un hombre y una mujer. Esto, como era de esperar, genera eurohisteria.
Pero no escondo mi preocupación. Hungría adereza su caótica situación económica con una Constitución llena de nacionalismo y un Estado autoritario que diluye la separación de poderes. Cuanto más depende de la Unión Europea aprueba una Constitución incompatible con el Derecho comunitario. Las alarmas saltan y la Comisión Europea amenaza con cortar las ayudas y llevar a Hungría al Tribunal de Justicia de la Unión. Y la sorpresa surge cuando leo en qué aspectos es incompatible.
La nueva Justicia húngara pasa por rebajar la edad de jubilación de los jueces, por debilitar y politizar el Tribunal Constitucional; prevé también que el gobierno judicial esté en manos del Parlamento o que se potencie el poder de una Fiscalía gubernamentalizada. Todo esto me suena. Repaso la política judicial española desde 1985 y veo inquietantes coincidencias. Pero lo que nos diferencia es que los húngaros son muy torpes. Se merecen tal calificativo porque es torpeza llevar esas novedades nada menos que a la Constitución e imponerlas así, a las claras.
Aquí fuimos muy ladinos. Aprobamos una Constitución sabiamente ambigua pero cuando se gobierna con pocos escrúpulos y se ignoran las reglas del juego, a golpe de leyes –o de estatutos de autonomía– se van aprobando reformas encubiertas de la Constitución que han llevado a un sistema político presidido por un Poder Ejecutivo fuerte y un Judicial eclipsado. Con la Constitución debilitada la partitocracia hace el resto: se forma un Tribunal Constitucional que actúa como red de seguridad y avala unas leyes elaboradas por juristas de cámara, expertos relectores de la Constitución. Y el colmo de la pericia: al final esto acaba conviniendo a todos los partidos.
Me he limitado al nuevo sistema judicial húngaro sin entrar en el control gubernamental sobre su Banco central, aunque alguna reflexión merecería la independencia de nuestros órganos supervisores. En la memoria está, por ejemplo, aquella OPA sobre Endesa y que tanto dio que hablar en Europa.
En fin, los húngaros han hecho lo contrario: redactan una Constitución autoritaria, sublevan a la oposición y, euroescándalo mediante, se ven impelidos a rebajar en las leyes de desarrollo esa supremacía gubernamental. Así están ahora, en el centro de la eurohisteria. Y de la hipocresía.
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