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Vargas Llosa: «El nacionalismo causó las peores carnicerías»

Horas antes del comienzo, la afonía amenazaba su discurso. Minutos después, una inoportuna caída ponía incluso más emoción al esperado acto. Un periodista le pidió una pirueta para los fotógrafos, y él, un hombre complaciente, casi se pierde uno de los momentos más importates en la vida de un escritor y de la denominada «Semana Nobel», un acto sólo igualado por la ceremonia de entrega del galardón, que el próximo viernes presidirá Carlos Gustavo de Suecia.

Por fortuna, ninguna de las dos desventuras impidó que ayer el nuevo premio Nobel de Literatura se subiera al estrado de la Academia sueca para agradecer el galardón con un discurso titulado «Elogio de la lectura y la ficción». En primer lugar, argumentó las razones por las que la literatura resulta fundamental para el desarrollo de las personas y de la sociedad: «Seríamos peores de lo que somos sin los buenos libros que leímos, más conformistas, menos inquietos e insumisos, y el espíritu crítico, motor del progreso, ni siquiera existiría. Igual que escribir, leer es protestar contra las insuficiencias de la vida». En este sentido, citó a Flaubert, Cervantes, Conrad, Thomas Mann, Sartre, Camus y Malraux, entre otros, como sus maestros.

De marxista a liberal

A continuación, Vargas Llosa desgranó los temas que han protagonizado su obra. Así, desveló los cambios de ideología política que experimentó durante su vida: «En mi juventud, como muchos escritores de mi generación, fui marxista y creí que el socialismo sería el remedio para la explotación y las injusticias sociales que arreciaban en mi país, América Latina, y el resto del Tercer Mundo. Mi decepción del estatismo y el colectivismo y mi tránsito hacia el demócrata y el liberal que soy –que trato de ser– fue largo, difícil».

Sobre América Latina, el Nobel aseguró que «ha ido progresando (...). Padecemos menos dictaduras que antaño, sólo Cuba y su candidata a secundarla, Venezuela, y algunas seudodemocracias populistas y payasas, como las de Bolivia y Nicaragua». Vargas Llosa también dejó un recado a otras administraciones: «Es lamentable que los gobiernos democráticos, en vez de dar el ejemplo, solidarizándose con quienes, como las Damas de Blanco en Cuba, los resistentes venezolanos o Aung San Suu Kyi y Liu Xiaobo, que se enfrentan con temeridad a las dictaduras que sufren, se muestren a menudo complacientes, no con ellos, sino con sus verdugos. Aquellos valientes, luchando por su libertad, también luchan por la nuestra».

El escritor se extendió sobre las amenazas que acechan la estabilidad mundial, e hizo un llamamiento: «Como todas las épocas han tenido sus espantos, la nuestra es la de los fanáticos, la de los terroristas suicidas (...). Nuevas formas de barbarie proliferan atizadas por el fanatismo y, con la multiplicación de armas de destrucción masiva, no se puede excluir que cualquier grupúsculo de enloquecidos redentores provoque un día un cataclismo nuclear. Hay que salirles al paso, enfrentarlo, y derrotarlos».

Compleja relación con Perú

Su país natal, Perú, gozó de un protagonismo especial, aunque Vargas Llosa haya tenido una relación desigual con su tierra: «Al Perú lo llevo yo en mis entrañas porque en él nací, crecí, me formé y viví aquellas experiencias de niñez y juventud que modelaron mi personalidad, fraguaron mi vocación», dijo, para, minutos después reconocer que «algunos compatriotas me acusaron de traidor y estuve a punto de perder la ciudadanía cuando pedí a los gobiernos democráticos del mundo que penalizaran al régimen».

Tampoco le faltaron halagos para España, un país sin el que, seguramente, Vargas Llosa no hubiera alcanzado la notoriedad que merecía: «Quiero a España tanto como al Perú y mi deuda con ella es tan grande como el agradecimiento que le tengo. Si no hubiera sido por España jamás hubiera llegado a esta tribuna, ni a ser un escritor conocido».

La pasión que siente por ambos países no impide, sin embargo, una crítica feroz al nacionalismo: «Detesto toda forma de nacionalismo, ideología –o, más bien, religión– provinciana, de corto vuelo, excluyente, que recorta el horizonte intelectual y disimula en su seno prejuicios étnicos y racistas, pues convierte en valor supremo, en privilegio moral y ontológico, la circunstancia fortuita del lugar de nacimiento. Junto con la religión, el nacionalismo ha sido la causa de las peores carnicerías de la historia, como las de las dos guerras mundiales y la sangría actual del Medio Oriente. Nada ha contribuido tanto como el nacionalismo a que América Latina se haya balcanizado, ensangrentado en insensatas contiendas y litigios y derrochado astronómicos recursos en comprar armas en vez de construir escuelas, bibliotecas y hospitales (...). Ojalá que los nacionalismos, plaga incurable del mundo moderno y también de España, no estropeen esta historia feliz», dijo el escritor en referencia a la modélica transición de la dictafura a la democracia en nuestro país.

El poder de la ficción

Barcelona, tras las alabanzas a España, fueron el siguiente objeto admirado: «Ninguna ciudad aprovechó tanto y mejor que Barcelona este comienzo de apertura ni vivió una efervescencia semejante en todos los campos de las ideas y la creación. Se convirtió en la capital cultural de España, el lugar donde había que estar para respirar el anticipo de la libertad que se vendría».

Hacia el final, retomó el tema esencial de su discurso, la literatura, y, una vez más, hizo un llamamiento: «Hay que repetirlo sin tregua hasta convencer de ello a las nuevas generaciones: la ficción es más que un entretenimiento, más que un ejercicio intelectual que aguza la sensibilidad y despierta el espíritu crítico. Es una necesidad imprescindible para que la civilización siga existiendo, renovándose y conservando en nosotros lo mejor del ser humano». Palabra de Nobel.