Historia
Niebla con gabanes (II)
No aprendí grandes nociones militares en el tiempo que permanecí en el cuartel de instrucción de marinería de Ferrol, salvo el librito con los abundantes galones de los distintos cuerpos de la Armada y la manera reglamentaria de asentar el «lepanto» en la cabeza, dejando un espacio mínimo de dos dedos entre la cinta y las cejas. No había mucho margen para la pedagogía en seis semanas de preparación antes de jurar bandera. En cuanto al comportamiento fuera del recinto militar, las normas eran tajantes respecto de observar una actitud decorosa, lo que incluía el saludo preceptivo a todos los galones, con leve inclinación de cabeza según lo requiriese el rango. No estaba prohibido perderse por el barrio chino, pero más te valía no regresar al cuartel con problemas sanitarios. Nunca estuve seguro de que la propensión a la indisciplina estuviese allí peor vista que rascarse entre las piernas. Por lo demás, lo mejor era no pisar las cafeterías, infestadas siempre de mandos navales, y vencer la tentación de mirar a las chicas más guapas de la ciudad porque lo más probable era que su padre llevase galones de la Armada. Yo salí únicamente dos tardes del cuartel: una, para ver una película de Raquel Welch y comprobar con profundo abatimiento que el bromuro era realmente tan eficaz como se decía; la otra tarde me la pasé persiguiendo el gorro por toda la ciudad por culpa de un golpe de viento. Lo recuperé debajo del pie de un capitán de corbeta y cuando me lo puse en la cabeza estaba tan arrugado que parecía el birrete de un seminarista. «¿Dónde estás destinado, hijo?», me preguntó. «En la primera brigada del cuartel de instrucción, señor». «Estás un poco lejos y llegarás tarde. La próxima vez procura que se te salte el gorro cuando el viento sople hacia el cuartel». Corrí hacia la entrada del arsenal sujetando el gorro con las dos manos sobre la cabeza, como si se tratase de un terrible dolor. Nunca conseguí que en el «detall» me facilitasen un «lepanto» a mi medida, de modo que decidí no salir nunca más a la calle. Preferí enrolarme en el coro de la Armada con los otros marineros que elegían no ir a misa los domingos. Nunca he sido un gran cantante, pero el mayor de Infantería de Marina que dirigía el coro me confesó en un aparte que mi silencio había sido decisivo en la magnífica interpretación de la Salve Marinera. Iba a reírme pero no lo hice por temor a que con la risa se me cayese el gorro al suelo.
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