Historia

Vigo

El «limpia» del hospicio

La Razón
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En los pregones de las fiestas patronales suele hablar un personaje relevante de la cultura, una figura rutilante de los negocios, una estrella del cine o un cantante de renombre. El pueblo llano se agolpa en la plaza, expectante de las palabras del afamado orador, y por lo general la gente se retira luego a casa con la sensación de haber escuchado unas cuantas frases manidas que exaltan la ciudad y sus fiestas, agradecen el honor recibido por el pregonero y no tardan luego en olvidarse tan pronto cala en la gente el simple ladrido rasposo de un perro. Esta vez es distinto en Compostela. El nuevo Gobierno municipal le ha confiado el pregón oficial al último limpiabotas de la ciudad, mi viejo amigo Alfonso González Puente, un tipo de setenta y cinco años que recuerda con emoción a los clientes de todo tipo a los que les limpió sus zapatos en el aeropuerto de Compostela, donde le conocí una tarde de invierno en la que me contó su niñez de niño expósito, las largas noches de vigilia en aquel hospicio de Vigo. Alfonso era el «limpia» de Don Camilo José Cela, a quien le relataba capítulos enteros de «La Colmena» aprendidos con la misma memoria con la que recreaba para mí los momentos estelares de Marlon Brando y Trevor Howard en «Rebelión a bordo». Don Camilo recreó la figura de Alfonso en «Madera de boj», y el «limpia» a cambio le dejaba en cada encuentro los zapatos tan limpios y relucientes como si hubiese escupido en ellos un cristalero de Murano. En una entrevista que mi colega Ramón Castro le hizo en Onda Cero Compostela, mi querido Alfonso González se adelantó a pedir perdón por haber recaído en él la responsabilidad del pregón. Hace tiempo que el limpiabotas y yo no nos encontramos porque a él le ha vencido un poco la edad y a mí los pasos me llevaron por otro camino, pero, ¡demonios!, jamás olvidé los grandes momentos a su lado en el aeropuerto de Compostela, aquellas interminables tardes en las que le daba carpetazo a su caja de «limpia» con el claqué de un elegante portazo de anónima madera sin nombre y nos íbamos a la barra de la cafetería, pedíamos unos cafelitos, Alfonso cerraba los ojos mientras aclaraba en su garganta la voz de Marlon Brando y mi redactor jefe se desesperaba por mi tardanza, ignorante de que en Labacolla abrillantaba a mi lado los zapatos de la gente un tipo con el rostro arrasado por el indeleble recuerdo del hospicio, con la faz humilde y numeral en la que sonreía en exclusiva para el periodista la propina de aquella mirada del «limpia», en cuya garganta jamás se atrevió a expirar la voz de Marlon Brando. Yo ahora me alegro de que Alfonso sea el pregonero de mi ciudad. Nunca en ese balcón del Pazo de Raxoi hubo pisadas tan limpias.