Historia

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Vísperas de carne por José Luis Alvite

La Razón
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Me dijo de madrugada una mujer vivida, madura y escéptica: «Yo no sé muy bien cuál es la definición intelectual de la libertad, cielo, pero supongo que el pueblo es consciente de ser libre cuando experimenta la misma sensación de alivio que una mujer cansada siente al descalzarse». No podría decir que era la mujer más hermosa del mundo, ni siquiera la más bella de cuantas yo hubiese conocido, y sin embargo, no me pareció entonces que fuese posible la existencia de alguien más apetecible. Ella era aquella noche lo mejor al alcance de mi mano y por si su tentación tan cercana no fuese bastante estímulo, me dijo: «Tengo treinta años desde hace por lo menos doce. Aprovecha esta noche mi belleza, encanto, antes de que, a partir de que amanezca, tenga cincuenta años el resto de mi vida». En la duda razonable de que aquella frase hubiese sido idea suya, me aferré a su recomendación y recordé que hay mujeres que tienen a veces en su vida esa edad recreativa, hospitalaria y serena en la que sabes que ya cerraron las escuelas y es víspera de festivo. No habría tenido sentido que me resistiese a la tentación de aquella libertad instintiva y lasciva y opté por sucumbir. Comprendo que alguien diga que el sexo es a veces irreflexivo, canino y poco intelectual, porque yo sé que se trata en ese caso del recurso dialéctico de quienes sólo conciben la libertad como un acto responsable e inteligente y se niegan a sí mismos cualquier posibilidad de saciar el hambre compartiendo la comida residual de un beso que no importa siquiera que ya esté sobado al probarlo. Me dije a mí mismo que caer en las redes de una mujer como aquella podría ser terrible, pero me consolé pensando que no caer habría sido sin duda imperdonable. Tratándose de ciertas emociones, huir de lo malo sólo tiene sentido si es para caer en lo peor.